En Sudán del Sur andamos algo escasos de motivos para el optimismo fácil. Con más de cuatro millones de desplazados y refugiados, uno no está como para muchos arbolitos de Navidad, comilonas desmesuradas u otros subterfugios comerciales tan al uso en Occidente en estas fechas navideñas que acabamos de dejar atrás. Cuando aquí en Sudán del Sur el Gobierno y los rebeldes firmaron in extremis una tregua justo antes de la Nochevieja, parecía que por fin las metralletas iban a callar. Pero apenas pasaron seis horas y los combates empezaron de nuevo, ahogando cualquier esperanza inmediata, recordándonos una vez más el poder de las tinieblas.
La pregunta sobre el sentido del mal emergía con fuerza en mi corazón. Pero cuando ya me precipitaba a buscar respuestas rápidas, me topé con estas palabras tan queridas del poeta Rilke:
«Yo querría rogarle, como mejor sepa hacerlo, que tenga paciencia frente a todo cuanto en su corazón no esté todavía resuelto. Y procure encariñarse con las preguntas mismas, como si fuesen habitaciones cerradas o libros escritos en un idioma muy extraño. No busque de momento las respuestas que necesita. No le pueden ser dadas, porque usted no sabría vivirlas aún –y se trata precisamente de vivirlo todo–. Viva usted ahora sus preguntas. Tal vez, sin advertirlo siquiera, llegue así a internarse poco a poco en la respuesta anhelada y, en algún día lejano, se encuentre con que ya la está viviendo también». (Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, carta IV).
65 millones de refugiados en nuestro mundo no son pocos como para apartar la mirada e intentar ignorar su llanto. Ellos son pregunta certera y punzante al corazón de nuestra vida como seguidores de Jesús de Nazaret hoy; pregunta que pide ser sostenida, como algo no resuelto, incómodo, pero quizá profundamente fructífero, si de verdad nos dejamos cuestionar.
Conviene no olvidar que este Jesús, Epifanía (transparencia) del amor de Dios, fue él mismo un refugiado siendo bebé (Mateo 2, 12-15) y que vivió en su propia carne el poder del mal, hasta el punto de ser víctima de la tortura más brutal de aquel entonces.
Ojalá pues que la Iglesia, comunidad de los seguidores de Jesús, más que intentar ser una institución con respuestas para todo, se encaminara humildemente a ser comunidad en la que las preguntas de nuestra humanidad herida son sostenidas, acariciadas y cuidadas con un amor tan humano que acaba siendo divino.