Homilía en el Jubileo de los seminaristas. Martes 18 de marzo, catedral de la Almudena
En esta solemnidad de san José, esposo de la Santísima Virgen María, Día del Seminario, los formadores y los seminaristas de Madrid venís a la catedral a celebrar vuestro jubileo en este año santo que el Papa ha convocado bajo el lema La esperanza no defrauda, y que desea sea para todos ocasión de reavivar la esperanza. Un deseo que expresa tan cordialmente en el saludo de la bula: «A cuantos leen esta carta la esperanza les colme el corazón».
Quisiera detenerme en algunos pasajes de la bula que puedan ayudaros a crecer en esperanza, en vuestros procesos formativos y en vuestros discernimientos vocacionales. El Papa nos advierte de que la peregrinación es un elemento fundamental del jubileo. «Ponerse en camino —dice el Papa— es un gesto típico de quienes buscan el sentido de la vida» (5). Miles de peregrinos llegarán a Roma, como a nuestra catedral, recorriendo caminos antiguos y nuevos para vivir la experiencia jubilar.
El peregrinar es una parábola de la vida cristiana. La Iglesia se define como peregrina, en camino al encuentro definitivo con su Cabeza en la gloria del Padre. Y en ese caminar de la Iglesia universal, nuestra Iglesia de Madrid también peregrina; y en ella, vosotros que os preparáis para ser pastores de este pueblo de Dios, buscáis el sentido de vuestra vida ministerial. Peregrináis, camináis junto con todos los miembros de este pueblo; o, mejor dicho, os preparáis para caminar, peregrinando, ya desde ahora, junto con todos ellos: con los futuros presbíteros y con los demás miembros de las comunidades del pueblo de Dios. Porque hay que aprender a peregrinar, hay que dejarse enseñar a caminar junto con otros, viviendo, rezando, compartiendo, acogiendo, dejándose ayudar. En resumen, despojándose de muchas cosas, el peregrino camina ligero de equipaje; es la actitud de los primeros llamados: «Dejándolo todo, le siguieron», pero sobre todo despojándose de sí mismo, de los prejuicios, de las ideologías, de las convicciones de grupos, para hacerse universal, para interiorizar como pastor a todos los demás y poder así vivir en el rebaño y para el rebaño de esta diócesis.

Peregrinamos hacia Dios, a su encuentro, pero siempre con otros, con la Iglesia y en la Iglesia, con el santo pueblo fiel de Dios de esta nuestra Iglesia, que tiene su identidad y peculiaridad propias. Y solo caminando con este pueblo nos convertimos en auténticos peregrinos de esperanza; le acompañamos en medio de las dificultades; les animamos a la constancia y a la paciencia que san Pablo hace compañeras de la esperanza, y mantienen al cristiano firme en las pruebas, perseverante en la confianza en aquello que Dios nos ha prometido. El Papa en la bula expresa el deseo de que este Jubileo sea «para todos, un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, “puerta de salvación”, (cf. Jn 10, 7, 9) y por ello “nuestra esperanza” (1 Tim 1, 1)». Un encuentro con el Ungido por el Espíritu y el Enviado del Padre para anunciar el Reino, que en el Bautismo nos hace a todos partícipes y responsables de su misión. Una misión que implica la vida toda. Tenemos muy cercano el Congreso sobre las vocaciones: ¿para quién soy yo? ¿Para quién es tu vida? Has recibido el don, el regalo de la llamada para que tu vida, llena de gozo e ilusión, se gaste y desgaste por el Señor, toda y solo por Él. Este Señor te envía, y quiere que tu vida sea para entregarla en el servicio de su pueblo santo, de sus hermanos y tus hermanos. Para que les anuncies su esperanza. Y te aseguro que, si la entrega es total, sin reservas, serás feliz, te realizarás plenamente, no te faltará nunca la esperanza que no defrauda.
Se nos ofrece un año jubilar en el que agradecer y ahondar el haber sido elegidos y enviados como ministros y colaboradores del Señor; servidores y apóstoles; servidores de Cristo Jesús y por ello servidores del pueblo de Dios, como afirma san Pablo: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4, 5).
Quisiera recordaros, especialmente a los que hoy sois admitidos a las órdenes, que os preparáis precisamente para ser servidores del pueblo de Dios, que esta es vuestra identidad y el sentido de la vocación al ministerio. Este «encuentro vivo y personal» con Jesucristo que el Papa desea que sea fruto de este año jubilar, debería significar para todos vosotros —para los que os acercáis ya al diaconado y al presbiterado— un revestirse de este oficio de servidor. No os olvidéis que «revestirse» de Cristo es revestirse de «servidor». Y hay que aprender el «oficio», que no una profesión; un oficio que no se aprende en los libros, ni en internet, ni en la inteligencia artificial, sino en el silencio de la escucha de la Palabra de Dios, en la contemplación orante de la vida y las actitudes de Jesús, en el ejercicio cotidiano del servicio sencillo a los otros. Así seréis «revestidos» del oficio de Cristo siervo, «que los Evangelios nos los presentan constantemente a la escucha de la gente que se le acerca por los caminos de Palestina» (DTC 11).
Servidores de «todos», sin distinciones ni selectividad; creando comunión como Jesús, que salió al encuentro de cada persona allí donde estaba su historia y su libertad; que no despide a nadie, sino que se detiene con todos a escuchar y a establecer un diálogo y una relación con hombres o mujeres, judíos o paganos, doctores de la ley o publicanos, justos o pecadores, mendigos, ciegos, leprosos, paralíticos, endemoniados…(cf. Documento final del Sínodo 51) La Iglesia os pide un servicio, material y afectivamente gratuito, porque gratis y por amor habéis recibido la llamada y el ministerio. No hay mejor paga que la alegría de evangelizar, entregando gratuitamente la vida porque el pastor da la vida por sus ovejas, no como el asalariado, el profesional, que ni las conoce, ni se arriesga por ellas, ni está disponible para responder a sorpresas o llamadas intempestivas. No siempre será fácil ni faltarán los momentos de dudas y cansancios. Que no sean «cansancios desesperanzados» que frustran y desilusionan; que abunde el ánimo y la valentía para anunciar a todos que hay una esperanza que no defrauda nunca porque está anclada en la muerte y resurrección de Jesucristo. «Anunciar a todos», porque todos esperan, ya que en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien. (cf. SNC 1) Recordemos que el objetivo pastoral de este año jubilar expresado por el Papa en la bula es que «la luz de la esperanza cristiana pueda llegar a todas las personas, como mensaje de amor de Dios que se dirige a todos. Y que la Iglesia sea fiel testigo de este anuncio en todas partes del mundo» (6). Este es el ser mismo de la Iglesia: anunciar a Jesucristo y deberá ser el sentido único de vuestro ministerio futuro.

En esta fiesta de san José no puede faltar un recuerdo a este «hombre justo», de quien tanto podemos aprender en nuestro ministerio y a quien debemos acudir como intercesor. El «justo» que se abrió a la llamada misteriosa de Dios y acogió su voluntad, «haciendo de su vida un servicio, un sacrificio al misterio de la encarnación y a la misión redentora que le está unida; …hizo un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo, de su corazón y de toda su capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías» (Pablo VI, 19 marzo de 1966; citado por Francisco en Patris corde).
Una vida vivida en la sorpresa y en el asombro de un misterio que Dios le va revelando en sueños y que él acoge siempre con prontitud y una fe obediente. En la Biblia, en el antiguo y en el nuevo testamento, Dios habla en sueños, como a José y a los Magos. ¿Podemos nosotros también esperar que Dios nos hable en los sueños? Los deseos, la creatividad, la esperanza son ingredientes de los sueños. Y el Espíritu inspira los anhelos, ilusiones y metas en nuestros procesos vocacionales y ministeriales. El Espíritu inspira nuestros deseos de santidad, nuestras búsquedas creativas por encontrar un lenguaje nuevo con el que anunciar a Jesucristo, que sea inteligible para los jóvenes. El Espíritu orienta nuestras miradas hacia un horizonte habitado por la esperanza de una Iglesia unida, que anuncia a todos la esperanza que no defrauda, y una sociedad solidaria con los más descartados.
Sí, Dios continúa hablando en los sueños. Por eso no tengáis miedo a soñar, no frustréis los sueños de Dios sobre vosotros; no ocultéis los sueños de Dios que inspiren vuestras vidas. Que los sueños de Dios os mantengan peregrinos de esperanza, que os impulsen a servir al pueblo de Dios, sin cansancios egocéntricos, sin agotar las fuerzas en el activismo, ni oscurecer los caminos que peregrinan a los pobres. Pidamos a san José que todos en la Iglesia sigamos soñando, aunque ya no seamos jóvenes. Que Dios siga hablándonos en esos sueños del Espíritu para rejuvenecer siempre a la Iglesia. Que sepamos, como él, acoger a cualquier hora las sorpresas de Dios. Que aprendamos a discernir el lenguaje de los sueños del Espíritu.