Ordenaciones sacerdotales en Madrid. ¡Y tocó cura!
Desempleo, corrupción, suicidios, violencia en la calle y en los hogares, desahucios, desesperación y desaliento…: a Pablo Lamata, conocer lo más duro de la realidad le llevó al sacerdocio. Él es uno de los 22 nuevos presbíteros de la archidiócesis de Madrid. Todos ellos son, en medio de esta situación, un claro signo de esperanza
Hay encuentros que descolocan la vida y le dan una dirección inesperada. Uno de ellos lo tuvo Pablo Lamata hace diez años, en Barcelona. Sucedió en una peregrinación a Montserrat que pasó por la Ciudad Condal. En la parroquia de uno de sus barrios más deprimidos, pudo conocer «a personas muy necesitadas, a punto de ser echados de su piso, como una madre con dos hijos, a la que iban a desahuciar de su vivienda –recuerda Pablo–. A mí esto me removió mucho por dentro. Primero, porque me di cuenta de la suerte que tenía yo con mi vida; y, segundo, porque me sorprendió comprobar que todos estaban muy contentos, con mucha confianza, repitiendo: Dios nos va a ayudar. Y me pregunté: ¿Quién es ese Dios que es capaz de convertir en paz una situación así?, cuando yo me agobiaba por un simple suspenso».
Y es que Pablo, estudiante de Químicas en aquellos años, de una familia de cuatro hermanos –el mayor de ellos, también sacerdote–, no se planteaba más que sacar adelante la carrera y encontrar una buena salida profesional. Sin embargo, «al día siguiente de este encuentro, puse por primera vez mi vida en las manos de Dios. Y me di cuenta de que todos los acontecimientos de mi vida estaban colocados como en una línea de puntos: padres, amigos, estudios… Pensé: Aquí hay Alguien por detrás; Dios está cuidando de mí. Y me sentí tan feliz ese día de julio de 2003, que Le dije: Si yo tengo tal cantidad de regalos de Dios, dime qué quieres hacer conmigo, que me lanzo. Claro, yo también pensaba: Mi hermano es cura ya, luego a mí no me va tocar. ¡Y al final tocó cura!», recuerda con humor.
Tío, tú has ligado
Al volver, quedó con sus amigos y, al ver la cara con la que había llegado de la peregrinación, le decían: Tío, tú has pillado, tú has ligado y se te nota en la cara. Venga, dinos cómo se llama. Luego se apuntó a un grupo de discernimiento de Pastoral Vocacional, y comprobó que, en compañía de este nuevo descubrimiento, la vida le resultaba «más fácil, más alegre, más cerca de la gente y de mis amigos. Y entonces pensé: Tiene que ser por aquí». Así que pasó por el Introductorio, entró en el Seminario…, hasta que, el sábado pasado, recibió la ordenación sacerdotal de manos del cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco Varela. «Sólo tengo agradecimiento a Dios por todo; me doy cuenta de que estoy mimadísimo, por la cantidad de gente que reza por mí, por los que me enseñan poco a poco cada día… Estoy alucinado».
Pablo es consciente también de que su vocación no es para él, sino que, como todo don de Dios, está al servicio de la Iglesia y de los hombres, sobre todo en estos tiempos de desesperanza: «Como seminarista, he estado en algunos barrios más desfavorecidos, y me he dado cuenta de que un sacerdote devuelve la dignidad a la gente, esa dignidad que a veces la vida te quiere quitar. Una mujer a quien le quitan la casa se puede sentir como una irresponsable y una mala madre; el sacerdote le recuerda que es una hija querida por Dios, y que lo que nos pasa no nos quita lo fundamental: somos hijos de Dios».
Asimismo, hay quien puede pensar que lo urgente prima hoy sobre lo importante, y que la labor asistencial de la Iglesia sería más necesaria que la pastoral vocacional. Sin embargo, Pablo recuerda que «hay que evangelizar la eficacia, y recentrar siempre la labor social»; de modo que nos demos cuenta de dos cosas: «Las personas necesitan que les recuerdes la verdad de su vida; y los sacramentos son el motor necesario para entregarse a la gente. Todo esto es posible gracias al sacerdote».