Octavio Paz: un poeta que buscó el infinito
Se cumplen 25 años de la muerte del escritor mexicano, citado en ocasiones por el Papa Francisco. Aun decepcionado por la religión y la política, intuyó certeramente que la soledad solo podía ser superada por la comunión
El 19 de abril de 1998 fallecía el escritor Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura y uno de los mayores poetas de México, equiparable a sor Juana Inés de la Cruz. En esta religiosa del siglo XVII Paz creyó encontrar un alma gemela, hasta el punto de que, en 1982, le dedicó un ensayo, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. De aquella monja no le interesó ni su vertiente feminista ni ningún tipo de misticismo católico. Vio en ella tan solo un alma rebelde frente a la censura y la inquisición de su época que, para Paz ,se habría encarnado en el estado burocrático del siglo XX, al que en una de sus obras calificó de «ogro filantrópico». La religiosa tuvo que abandonar forzosamente el ejercicio de las letras. En cambio, Paz luchó de continuo para que su voz discrepante no fuera silenciada. Lo hizo frente al marxismo-leninismo, pero, sobre todo, frente al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México, calificado por algunos de «democracia dictatorial». Octavio Paz rompió con él decididamente tras la masacre de estudiantes en Tlatelolco en octubre de 1968, perpetrada por un régimen que le había nombrado pocos años antes embajador en la India.
El escritor fue bautizado en la fe católica de su madre, aunque finalmente abrazó las ideas revolucionarias de su padre. Sus simpatías por el bando republicano en la Guerra Civil española no eran incompatibles con la creencia, tan extendida entre los intelectuales del momento, de que Stalin era algo así como la vanguardia de la clase obrera. Sin embargo, el mexicano antepuso la búsqueda de la verdad a los clichés ideológicos. Se había alejado del cristianismo al identificarlo con la religión del orden establecido y la burguesía, pero no estaba dispuesto a someterse a una seudo religión estatal perseguidora de toda clase de disidencias. Lo hizo al tiempo que reflexionaba sobre la esencia de México para salir al paso del discurso oficial de que los tres siglos de virreinato español fueron la historia de una dominación sobre un imperio que finalmente alcanzó su independencia y se consolidó como una república, en la que el poder tendría unos rasgos centralizadores y autoritarios.
De esa reflexión nació El laberinto de la soledad (1950), un gran ensayo historiográfico del que el Papa Francisco extrajo esta lúcida cita durante una visita a México en 2016. En ella un no creyente como Paz se refería así al santuario de la Virgen de Guadalupe: «En Guadalupe ya no se pide la abundancia de las cosechas o la fertilidad de la tierra, sino que se busca un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están a la búsqueda de un resguardo, de un hogar».
Al enterarse de lo que denominó «represión sangrienta» en Tlatelolco, en octubre de 1968, Paz decidió que no podría seguir representando a un Gobierno que había obrado de manera tan opuesta «a mi manera de pensar». En la carta que envió desde India al secretario de Relaciones Exteriores de México, Antonio Carrillo Flores, aseguró que no estaba «de acuerdo en absoluto con los métodos empleados para resolver —en realidad reprimir— los derechos y problemas que ha planteado nuestra juventud».
Hogar, familia, hermandad. Es lo que busca el ser humano cansado de estériles enfrentamientos ideológicos. Lo buscaba también Octavio Paz y sabía muy bien que esa búsqueda iba más allá del propio hombre. Así lo reflejan unos versos de su poema «Hermandad»: «Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: también soy escritura / y en este mismo instante alguien me deletrea». Esta estrofa fue comentada por el actual Pontífice en estos términos: «Tomando estas bellas palabras, me atrevo a sugerir que aquello que nos deletrea y nos marca el camino es la presencia misteriosa pero real de Dios, en la carne concreta de todas las personas, especialmente de las más pobres y necesitadas de México».
Decepcionado por la religión y la política, el poeta mexicano se refugió en la poesía para proseguir su profunda búsqueda interior. Había dejado de creer, aunque buscaba la redención por medio de la métrica. Al dejar de creer en el Dios vivo cristiano, perseguía una fugaz divinidad cósmica. Sin embargo, más allá de las palabras intuía una Presencia, Alguien que le deletreaba, aunque no alcanzara a fijar sus rasgos. Otros habrían caído fácilmente en el panteísmo, propio de las religiones asiáticas, que el escritor conocía bien por sus estancias en la India y Japón. Pero en una entrevista contó la anécdota de que la religión de su infancia había revivido fugazmente al asistir a la celebración de una Misa en portugués en la catedral de Goa, en el suroeste de India. No se sentía identificado ni con aquella lengua ni con aquella cultura, si bien sintió «la presencia de lo que se ha dado en llamar la “otredad”». Una presencia que le sirvió para afirmar la necesidad de «dialogar con esa parte de mí mismo que es más que el hombre que soy porque está abierto al infinito».
Octavio Paz intuyó certeramente que la soledad del hombre contemporáneo solo podía ser superada por la comunión y eso nunca podría realizarse sin la presencia de Otro, de los otros. Su poesía, sin que quizás él mismo lo intuyera por completo, iba a la búsqueda de un Dios Amor.