Durante estos días, capellanes de los diferentes centros penitenciarios de España y delegados de pastoral penitenciaria nos hemos reunido en Madrid para reflexionar juntos sobre caminos que lleven a poner la persona, también la privada de libertad, en el centro de nuestro quehacer, de la sociedad y de la propia Iglesia.
La perspectiva cambia cuando ponemos a la persona en el centro de nuestra mirada y de nuestro juicio. Toda persona, también la privada de libertad, conserva y mantiene su dignidad. Mirarla como lo que es, persona, nos abre caminos nuevos que posibilitan la redención, la reinserción, la pena. Cada persona tiene una historia, un pasado, una mochila que le condiciona y le marca. Conocer su pasado y adentrarnos en el misterio de su vida nos ayuda a comprenderla y amarla más, a mirarla con más humildad y menos altanería, pues compartimos la misma fragilidad de la carne. Cada persona, además, está siempre abierta a un futuro nuevo, diferente, distinto, en el misterio de su libertad. Un futuro distinto si se le facilitan los medios y los instrumentos para poderlo recorrer, sobre todo si le facilita el cariño y la cercanía que posibilite nuevos y provechosos proyectos de vida.
Cada persona, también la privada de libertad, ha sido redimida por Cristo, amada infinitamente por él. Por cada persona Dios entregó su vida y, resucitando, le abrió caminos para una vida más plena en el amor y la entrega. Toda persona es un misterio del amor de Dios. En las personas descartadas, especialmente, el Señor se esconde sacramentalmente y las convierte en sagrarios de su presencia.
Vivir desde esta certeza nos ayuda a acercarnos a los internos de nuestras cárceles con mucha más libertad y más esperanza, abandonando prejuicios y veredictos falsos. Nos permite también descubrir itinerarios más adaptados a cada situación que permitan la rehabilitación y la reinserción de cada persona. Además, nos hace trabajar por otro cumplimiento de pena diferente, que no pase siempre por la privación de libertad en nuestras cárceles, pues siempre deshumanizan y dificultan un desarrollo humano equilibrado en el futuro. Poner en el centro a la persona, y no al delito, ayuda a que la justicia se humanice y no sea puramente vindicativa, sino restaurativa que es lo que, en definitiva, busca tanto la víctima como el victimario. Por último, poner a la persona en el centro nos hace más grande como sociedad: porque se ocupa de cada uno y pone todos los medios a su servicio y porque nos ayuda a reflexionar sobre las causas que derivan en situaciones que todos lamentamos y que tienen en la pobreza y la exclusión gran parte de su causa.