Los sectores más intransigentes y despiadados del ateísmo hacen el ridículo imaginando a los cristianos como seres condenados a vivir en un estado de angustiosa precariedad, enfrentados al vacío de su existencia terrena. Por mucho que se empeñen nuestros detractores, el mundo no es para nosotros un exilio al que Dios nos ha arrojado y desde el que nos limitamos a rendir culto al Padre, a la espera de que su misericordia nos libre un día de esta pecaminosa encarnación y nos incorpore a la eternidad. Nuestra vida es un don de Dios, un fruto de su voluntad bondadosa, un espacio en el que gozamos de una existencia consciente y plena, de acuerdo con el compromiso esencial de los creyentes, dotados de inteligencia para comprender su destino y de sentido moral para elegirlo. Así pues, no nos entregaremos a la desesperación de vivir una vida absurda, ni cruzaremos la línea terrible del escepticismo jactancioso del hombre que cree bastarse a sí mismo y llega a pensar que su falta de trascendencia le concede una mayor calidad existencial.
Tomarse la vida en serio no es renunciar al esparcimiento ni a la diversión, pero tampoco confundir la plenitud de la felicidad con una distracción incansable que equipara la alegría de vivir a una mera forma de evitar el aburrimiento. Lo cierto es que la sociedad actual, refugiada en un relativismo falsamente protector, que confunde el arrebato del fanático con el entusiasmo del creyente, ofrece experiencias personales más proyectadas a la evasión que al riesgo de una vida condicionada por la esperanza en la promesa de la salvación.
El gran ensayista británico C. S. Lewis describió el proceso de su conversión titulándolo Cautivado por la Alegría. Su amarga experiencia personal le hizo ser muy cauteloso ante una idea de la felicidad que los cristianos a veces fantasean como un juego de compensaciones. Desgarradoramente, en los cuadernos que redactó a la muerte de su esposa, asumió que no es propia del hombre la resignada aceptación de lo que ocurre, pero que tampoco puede esperar respuesta quien siempre la aguarda con un acto milagroso que resuelva su angustia. «Los momentos en que el alma no encierra más que un puro grito de auxilio son precisamente aquellos en los que Dios no puede socorrer». Es la propia pasión del hombre dolorido la que le hace incapaz de recibir lo que Dios quiere enviar.
Al hilo de su itinerario personal, Lewis pudo explicar el estremecimiento de los cristianos, al sentir el puñetazo del dolor, el zarandeo de la tragedia. «Solamente la tortura saca a la luz la verdad. Solo bajo tortura podrá el hombre descubrirse a sí mismo». Palabras de espanto, desesperadas, escritas cuando esa Alegría con mayúsculas a la que creía haber llegado Lewis se enfrentó con el desconcierto de la muerte de la persona amada. Pero palabras de extraordinaria lucidez cuando la plegaria puede ser confundida con una petición que ha de cursarse y responderse al estilo de nuestra burocracia. Dios siempre está ahí, escuchando, pero la respuesta a nuestro grito en el fondo de la noche no es el amanecer espléndido que destruye las sombras y la desgracia que en ellas se refugia. Es otro tipo de luz, indecible, inenarrable, que solo puede sentirse e identificarse como esa misericordia encendida que da calor al corazón, pero que no otorga el remedio mundano que muchos creen garantizado por la fe. La fe solo trata de dar sentido a nuestra vida: no apartarla de todo aquello de penoso, de horrible, de insoportable tristeza que va asociada a nuestra propia libertad. La fe nos da un punto de apoyo con el que podemos levantar una mirada sobrecogida por el dolor que nos abruma: es la palanca para mirar a Dios cara a cara, para alzar el alma hasta notar su respiración afligida, su propio dolor hecho nuestro.
Y, al sentir a Dios a través de la plegaria, lo que experimentamos es la fuerza de su amor. Los mandamientos comienzan señalándonos la exigencia de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. La felicidad del cristiano es el encuentro con el amor, el vivir en constante impregnación de ese amor gracias al cual hemos sido creados. Lewis creyó haber encontrado la Alegría al poder sustituir el Absoluto hegeliano por ese Dios ante el que cayó de rodillas. Nuestra alegría es algo más que haber descubierto a ese Ser perfecto, principio y final de todo, presente eterno, perpetua actualidad. Es, sobre todo, haber podido hacernos con algo de esa bondad absoluta, con una capacidad de amar tan estrechamente ligada a nuestra fe como si de ella dependiera el hecho de creer. Amar como un reflejo del amor de Dios. Amar como un destello del amor a Dios. Es eso lo que nos permite caminar sobre esta tierra endurecida, tantas veces hostil, tantas veces cruel hasta llegar al límite de nuestra resistencia. Es esta alegría del amor lo que de verdad irrumpe en las sombras más densas que saquean el alma y nos redime de la desesperación. Cuando estábamos a punto de caer en el silencio, es este amor el que nos devuelve la voz y pronuncia nuestro nombre desde algún lugar del universo eterno, donde nuestro dolor tiene sentido y obtiene su consuelo.