Nombres eternos - Alfa y Omega

Nombres eternos

Viernes de la 30ª semana del tiempo ordinario / Lucas 6, 12-19

Carlos Pérez Laporta
Os haré pescadores de hombres, de Giotto. Colegiata de san Gimignano, Italia. Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Lucas 6, 12-19

En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios.

Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor.

Después de bajar con ellos, se paró en una llanura, con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.

Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos.

Comentario

¿Qué llevó a estos dos santos a salir de Israel? La conciencia clara de que ya no eran «extranjeros ni forasteros» en ninguna tierra, porque eran «conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios», que su pregón debía «alcanzar toda la tierra». Pero, ¿de dónde nacía esa conciencia?

Seguramente en sus memorias había permanecido grabado a fuego cada encuentro con Jesús, desde el primero hasta el último. Pero lo que superaba incluso la memoria, lo que constituía el contenido actual de la conciencia de quiénes eran, fue la voz de Jesús al pronunciar sus nombres, después de haber pasado «la noche orando a Dios». Eran sus nombres de siempre, sí, pero pronunciados de un modo nuevo, mucho más verdadero que antes. Eran sus nombres dichos de un modo tan auténtico que eran otros nombres. Como si nunca nadie hubiera sabido pronunciarlos así. Simón y Judas. ¡Qué misterio de gravedad y hondura entrañaban en la boca de Jesús! Eran un misterio para sí mismos. Eran sus nombres vistos desde Dios y para Dios por Jesús. Eran su historia, sus miserias, sus límites, sus pecados, pero, sobre todo, eran lo que Jesús veía en ellos.

Y después le oían hablar y curar a la gente al tocarles. Ellos estaban a su lado. Y ellos habían sido tocados por Jesús, y sus nombres también fueron dichos por Jesús, como todas las otras palabras que decía para salvar a la gente. Ellos mismos, con sus historias, eran parte de la enseñanza de Jesús. Eran parte del Evangelio, parte de la palabra de Jesús pronunciada para la salvación del mundo.

Y después le vieron padecer y resucitar. Entonces se dieron cuenta: su palabra era eterna. Sus nombres eran eternos, porque habían sido dichos por la Palabra Eterna. Estaban escritos en el libro de la vida. Ellos habían sido pensados desde la eternidad y para la eternidad por Cristo. Ellos eran lo que Cristo veía en ellos.