Hace unos días regresé a España desde Kiev y volví a la campaña electoral perpetua. La primera conclusión, aún en estado de shock, es tajante: no somos conscientes de que estamos en guerra. Se me agolpan los sentimientos y los recuerdos. Me salen a borbotones los olores, la emoción, el miedo y el apretón de manos con Volodímir Zelenski.
Para medir una catástrofe hay algo peor que el número de cadáveres. Y es que sean tantos que resulte imposible contarlos. Eso es lo que yo he visto en Ucrania.
El propio Zelenski me dijo, mirándome a los ojos, a un pelo de emocionarse: «No puedo contestar cuántos héroes hemos perdido. No sabemos cuántos cadáveres de civiles hay en los territorios ocupados», más del 25 % de Ucrania. «Si dijera una cifra mentiría. No sabemos cuánta gente hay en los campos de concentración o enterrados en Mariúpol y en los pueblecitos pequeños. En cada terreno que recuperamos encontramos fosas comunes y cuerpos torturados».
Sinceramente, no entiendo que Putin siga empeñado en mantener el conflicto. El presidente de Rusia debe de estar obsesionado con salvar su régimen dictatorial, corrupto y, a la vez, estará pensando en cómo salir de esta guerra injusta, absurda y medieval.
Pero el pueblo ucraniano nos sorprende a cada paso. Son una gente orgullosa, con un sentimiento tremendamente patriótico, seguro de la victoria y, a la vez, triste. Muchos con la mirada perdida. Como si no pudieran olvidar lo vivido y lo muerto desde hace más de 500 días. Mientras, Rusia se sigue cociendo en su propia salsa de oligarcas, generales y altos cargos empapados de supremacismo. Y mercenarios.
He imaginado cómo tuvo que ser el infierno en Irpin y Bucha y resulta imposible ponerse en el lugar de esos fusilados, de esos niños arrojados a fosas comunes o en la mente de esos paracaidistas rusos asesinos obedeciendo a su amo.
Un sacerdote grecocatólico me regaló allí mismo un pedacito de la esquirla de una mina rusa colocada en la puerta de una iglesia. Esquirlas que siguen empotradas en las fachadas y en el interior de las casas. He pisado fosas comunes, me he subido a carros de combate rusos aplastados, he metido el dedo en los agujeros de bala en coches de civiles acribillados y me he apoyado en un muro de fusilamiento. Y aún hay quien apoya a Putin en nuestra Europa y en nuestra España.
La misionera dominica María Jesús me explicó en su Casa de los Niños en Kiev cómo un antiguo alumno suyo, en la actualidad sargento del Ejército ucraniano, ha visto morir a dos de sus equipos enteros en sendos ataques en el frente de Járkov.
Oksana, una joven viuda de un abogado que se alistó voluntario, me explicó el orgullo que siente ante la tumba de su esposo. El marido cayó en Bajmut. El cuerpo se recuperó cuatro meses después. O el padre Vitali, sacerdote grecocatólico, que reconoció pisando una fosa común en Bucha que ante los cadáveres y sus familias tan solo puede cumplir el sacramento del acompañamiento. El deber de estar ahí.
Postdata. Paradoja de la vida —y de la muerte—: nuestra aventura en Ucrania comenzó en Cracovia a pocos kilómetros de los campos nazis de Auschwitz y Birkenau. Un par de horas después cruzamos la frontera hacia la guerra. Y no hemos dejado de escuchar las palabras «nazi», «exterminio» y «campo de concentración». Y también… esperanza.