No solo consiste en acumular experiencias
Al margen de la necesaria regulación urge una educación para un mejor —que no necesariamente menor— turismo, para que este no se acabe convirtiendo en enemigo de la vida cotidiana. En Venecia, el Papa reclamó un modelo no inspirado en el consumismo y más sostenible
Si usted está pensando en viajar a Venecia en los próximos meses ha de saber que deberá pagar una entrada de 5 euros por persona para visitar el centro. Es una medida insólita en el mundo, con la que el Ayuntamiento de una de las ciudades con mayor número de visitantes al año trata de controlar una situación que se está haciendo insostenible para los venecianos.
La medida, que entró en vigor el pasado 25 de abril, impone una tasa diaria hasta el 5 mayo y, a partir de esa fecha y hasta el 14 de julio, será obligatoria solo los fines de semana para los que no se alojen en la zona de la laguna. Una norma provisional y experimental que busca, como indica el propio alcalde de Venecia, Luigi Brugnaro, «salvaguardar la ciudad para las próximas generaciones».
Sin embargo, esta medida no ha conseguido, de momento, ni reducir el número de turistas ni tranquilizar a los venecianos. La ven insuficiente para acabar con el impacto que este modelo de turismo está teniendo en su vida diaria, tanto por las dificultades para su movilidad y su acceso a los servicios básicos como por el alto precio de la vivienda y de la vida en general.
El Venexodus, o sangría de población, es directamente proporcional al fenómeno del Venecialand que vienen denunciando los habitantes de una ciudad que ha perdido unos 120.000 habitantes en los últimos 60 años —ahora no supera los 50.000—, como lo es también el grado de deterioro que están alcanzando sus principales infraestructuras y monumentos, poniéndola permanentemente al filo de entrar en la lista de patrimonios en peligro de la UNESCO.
Lamentablemente, el de Venecia no es el único caso. Hay otras muchas ciudades de Europa en las que el suelo que sostiene muchas de sus joyas emblemáticas ha dejado de verse la mayor parte del día. Prueben ustedes a hacerse un hueco en la plaza romana de Trevi, frente a la famosa fuente, sin ser arrastrados por la muchedumbre. Intenten hacerse una foto o lanzar una moneda sin sentir que están esperando en la cola del pescadero. Traten, por un segundo, de escuchar el ruido del agua e imaginarse aquella escena de La dolce vita en la que Marcelo se recreaba contemplando a Anita Ekberg bañarse en una fuente vacía. Será cuestión de suerte o de disposición que lo consigan, porque la plaza que alberga ese esplendoroso monumento es, cada vez más, un lugar del que salir corriendo.
Es verdad que viajar y conocer mundo es el mejor antídoto contra la ignorancia. Pero hace tiempo que este modelo de turismo hace aguas. El low cost, por apuntar a una de las causas, ha convertido en lugar común aquello que para muchos era algo extraordinario; lo que no significa, ni mucho menos, que viajar tenga que estar solamente al alcance de unas pocas economías privilegiadas.
Como Venecia, otras ciudades de Europa intentan regular de alguna manera los excesos de este turismo descontrolado. En Madrid, el Ayuntamiento ha paralizado la concesión de licencias a los pisos turísticos con el objetivo de equilibrar el mercado de hospedaje, principalmente en el centro de la ciudad, donde una de cada tres viviendas está dedicada a turistas. En Barcelona, numerosos colectivos están protestando contra la ampliación de los espacios portuarios destinados al tránsito de cruceros. En Málaga, muchos ciudadanos están denunciando como «atentado turístico» la proliferación de viviendas de uso vacacional, que están elevando el precio de los alquileres y expulsando a mucha gente del centro. Y en Canarias, cerca de 70.000 personas han salido a la calle en las últimas semanas para decir que las islas se agotan.
Al margen de la necesaria regulación, el control administrativo y las sanciones, urge una educación para un mejor —que no necesariamente menor— turismo, para que este no se acabe convirtiendo en enemigo de la vida cotidiana. Precisamente, de esto habló el Papa en su fugaz visita el pasado domingo a Venecia con motivo de la Bienal. Reclamó un modelo no inspirado en los cánones del consumismo y más sostenible con el entorno y un turismo no centrado solo en acumular experiencias, sino capaz de fomentar el conocimiento, el encuentro y el respeto entre personas. Algo que pasa por no expulsarlas de su barrio ni hacer de sus calles un parque de atracciones.