No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre
Martes. Octava de Navidad. San Esteban, protomártir / Mateo 10, 17-22
Evangelio: Mateo 10, 17-22
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«¡Cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles.
Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.
El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo; se rebelarán los hijos contra sus padres y los matarán.
Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará».
Comentario
No ha pasado un día del nacimiento de la Luz sin que la oscuridad trate de ocultarla. «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». Era solo ayer cuando celebrábamos el nacimiento de Jesús, y ya tenemos que rememorar al primero que murió por ese mismo nacimiento: San Esteban. Demasiado breve parece la alegría, y ya tenemos que traer a a liturgia los anuncios de Jesús de la muerte: «¡Cuidado con la gente!, porque os entregarán».
Por eso, escribió sexto que «el peligro no es menor al hablar de Dios, incluso cuando se dice la verdad». Y si es peligroso hablar de Dios, más lo es ser Dios en el mundo. Es paradójico que Dios corra peligro en el mundo que él creó. Pero lo cierto es que la muerte aparecía ya en la misma concepción de Jesús, pues necesitó el amparo del secreto (cf. Mt 1, 19) y crecer en el sigilo de la sombra (cf. Lc 1, 35). Será perseguido al nacer y tendrá que huir (Mt 2, 13.19-20). Simeón se lo advierte pronto a María (cf. Lc 2, 35). Por ello, el riesgo de muerte no puede considerarse meramente fáctico: las escrituras ya advertían la hermandad del Salvador con la muerte (1 Cor 15, 3; Lc 24, 25-26).
Celebrar san Esteban el día después de Navidad ayuda a comprender la hondura de esta paradoja: las tinieblas no recibieron la luz, porque la luz no cabe en las tinieblas. Por eso, como dice Orígenes «quieren incluso matar al Logos y de alguna manera triturarlo, porque no son capaces de dar cabida a su grandeza». Recibir la luz exige a las tinieblas morir a sí mismas, dejar de ser pura oscuridad, para que la luz brille en ellas. «Todos los miembros del Sanedrín miraron a Esteban, y su rostro les pareció el de un ángel», el de alguien que ya no vive para sí mismo, sino para Dios.