Hace poco más de un año supe que el hijo de un profesor mío, Francesc Torralba, había muerto en una caída durante una caminata de ambos por la montaña. Él además había tratado de ayudar al joven tras la caída, antes de pedir ayuda; pero quedó bloqueado en el descenso sin llegar junto a él, hasta el punto de tener que esperar él mismo que alguien le oyera y le rescatase. Impotencia sobre impotencia.
Por eso, no me ha sorprendido que la obra que ha publicado tenga el título No hay palabras (Now Books). Ha escrito un libro para decir que, sin desdecirse de todo lo que escribió antes, todo esto ha superado lo que sabía de filosofía o teología. Tal ha sido el silencio que su texto se limita a la narración de su situación, para después poner textos de Kierkegaard al final del libro. Que hable él, que yo ya me callo.
Este es el segundo libro que publica en 2024. En marzo de este mismo año había publicado otro libro peculiar: Bienaventuranzas para agnósticos (Fragmenta). En sus páginas dialoga sobre las bienaventuranzas a través de cartas ficticias con un agnóstico inventado al que llama Guillem. Me atrevería a decir que ese agnóstico es él también; es más, después de todo lo ocurrido, no sé si aparece más Torralba en las líneas que atribuye al agnóstico que en las que firma con su propio nombre. De hecho, llama la atención que en el repaso a todas las bienaventuranzas le ha dado la última palabra a Guillem en cada una de ellas, también en la que se bendice a los que lloran y serán consolados. Al final Torralba calla, porque en realidad no sabe qué más decir.
Es normal. Todos andamos siempre a vueltas con la existencia de Dios. Da igual que uno sea ateo o creyente: después de haber negado o afirmado su existencia, la vida pone a prueba nuestra posición. Pero hay un silencio que temblorosamente espera. Hay un no saber qué decir, que puede ser también un saber a quién mirar.
Eso lo hemos aprendido del Niño Dios, cuya vida pende sutilmente de un hilo como la de cualquier neonato. A sabiendas de cómo acaba la historia es imposible no ver en esta fragilidad del recién nacido la debilidad del crucificado. Ahora calla y llora porque no sabe hablar, después gritará de dolor y la parca cerrará su boca. Para Él, como para nosotros, la contingencia del nacimiento y la seguridad de la muerte parecen quitar a la vida toda su consistencia y hacer de ella un leve soplo sobre la nada.
Sin embargo, con todo su ser este niño dirá que esa misma forma endeble de existencia está sostenida por el amor que Dios le tiene desde antes de nacer y por detrás de la muerte. Para eso vino, para acabar como empezó: sin palabras y sostenido por quien le ama. Feliz Navidad.