No he venido sembrar paz, sino espadas - Alfa y Omega

No he venido sembrar paz, sino espadas

Lunes de la 15ª semana de tiempo ordinario / Mateo 10, 34-11, 1

Carlos Pérez Laporta
Ilustración: Freepik.

Evangelio: Mateo 10, 34-11, 1

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:

«No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.

El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.

El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.

Comentario

Jesús «es nuestra paz» (Ef 2, 13). Y sin embargo nos dice en el Evangelio de Mateo hoy: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada». En el Evangelio de Juan nos lo aclara: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». Hay, pues, dos formas de paz. Ambas se oponen.

Por un lado, está la paz del mundo. Es la seguridad y tranquilidad que da el mundo por sí mismo, por su misma forma de funcionar. Porque es cierto: las relaciones mundanas, las riquezas, las posesiones, confieren cierta calma. Y en ocasiones un gran sosiego. Frente a lo accidental de la vida las seguridades del mundo garantizan cierto poder de resistencia, que nos da un respiro. Pero, porque estas seguridades son también pasajeras, contienen una inseguridad última, ante el sentido de la vida y ante la muerte.

Un amigo cuya madre acaba de ser diagnosticada de ELA me dijo que había dejado de rezar. La oración, en su caso, era un instrumento para asegurar las seguridades del mundo, su relación con su madre. Lo más importante era, entonces, su madre. Dios era el instrumento. Por eso, al no serle útil lo había abandonado.

Ese es el motivo por el que Cristo dice que ha «venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa». Porque la paz que el viene a asegurar no es la del mundo. Solo si se llega a amar a Dios más que a la propia madre es posible vivir la relación con ella en la paz de Dios; porque solo entonces se descansa en el orden que no pasa, en el amor eterno de Dios que ha amado a la madre y al hijo más de lo que ellos puedan haberse amado. Es ese amor de Dios el que asegura la vida eterna: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí […] El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará».