Ni de calle, ni de mesa; periodista de silla de ruedas... y santo - Alfa y Omega

Ni de calle, ni de mesa; periodista de silla de ruedas... y santo

A los 28 años de su muerte, Lolo Lozano Garrido sigue sembrando alegría

Venancio-Luis Agudo

En Jaén acaba de celebrarse la apertura del proceso super mirum, para estudiar la posibilidad de un hecho extraordinario, atribuido a la intercesión de Lolo. Un acto realizado con el más exquisito cuidado formal, y, al mismo tiempo, con una impresionante onda expansiva de calor humano y de —¿cómo decirlo?— presencia de Dios. Casi lo de menos fue la posible cercanía de eso, un hecho admirable —mirum— al que, con el rigor exigido por el Derecho no se puede llamar todavía —para eso es el proceso que ahora se abre— milagro. Lo impresionante fue el aura de Lolo, como cercanía de Dios que lo llenaba todo, a menos de 28 años de su muerte.

¿Quién fue Lolo? Tres sustantivos le definen en la sencilla losa que cubre su tumba en la misma iglesia en la que fue bautizado: escritor, periodista y siervo de Dios. Esta última es también otra expresión técnica: su causa de beatificación ha avanzado lo suficiciente como para que los miembros de la Congregación para las Causas tengan sobre sus mesa la Positio, un grueso volumen en el que se contienen los testimonios, los análisis, los documentos… todo el proceso que, si son aprobados en la máxima instancia, llevarán a Lolo a los altares.

Lolo fue, pues, eso, un hombre camino de los altares. Coetáneo nuestro: nace en 1929 y muere en 1971. Ni monje, ni fundador, ni apartado del mundo… Seglar. Escritor y periodista. Magnífico escritor. Le llovieron los premios literarios sin buscarlos. Leer sus escritos hoy, independientemente de que se te clave en el alma la luz que él irradiaba por todas partes, es un puro placer literario.

Pero todavía: ¿quién fue Lolo para que todo eso siga vivo hoy, y todo el que se acerca a él quede contagiado? Tanto, que sus amigos se convirtieron en Asociación hacia el año 90 para promover la causa de beatificación y reeditar sus obras, y eran algo más de una docena, casi exclusivamente de Linares (los que tuvieron el privilegio de tratarlo son hoy —somos— cerca de 600 distribuidos por toda España y el mundo). Lolo —Manuel Lozano Garrido— fue —y quizás sea ésta su auténtica definición— un hombre alegre que sembró, con su testimonio, su contagio y sus escritos, la alegría, la esperanza, el optimismo sobre los hombres y sobre la vida. Y eso lo hizo desde el lecho de un dolor permanente, progresivo, atenazante, que, a partir de sus 21 años, fue paralizando, contrayendo su cuerpo, hasta dejarlo inmóvil, ciego, y, al final, casi sin poder hablar. Desde ese martirio permanente, Lolo fue alegría en su interior y fuente de alegría hacia el exterior, para todos.

Su mirada, bañada en puro cristianismo, le hacía ver a los demás como gentes limpias, bondadosas: los que le cuidan, el hombre del butano que viene a casa, el vecino gris al que todos miran como por encima del hombro, la muchacha que ayuda en las faenas caseras, los que vienen a leerle, a escribirle los artículos y libros que dicta, el hombre famoso y lleno de laureles y aplausos públicos, que se confiesa con él abriéndole sus carnes y sus miserias… todos están vistos y retratados por el lado noble. Su impresionante diario póstumo, Las estrellas se ven de noche, reeditado por sus amigos, es un retablo de optimismo y de esperanza en la vida y en el hombre, escrito con los garfios del dolor, pero sin ninguno de los peligros que acechan a este tipo de literatura: ni el tremendismo, ni el ternurismo; ni el heroísmo ni la falsa humildad. Pura sinceridad y verdad.

Cuando, hacia la mitad de su calvario, Lolo viaja a Lourdes, alguien le pregunta si ha pedido su curación. Negativa: había demasiadas personas —contesta— con más necesidades que él. Pero los testimonios son coincidentes: fue a raíz del viaje a Lourdes cuando en Lolo se opera el gran, el verdadero milagro: la aceptación positiva de la vocación a la alegría, a la esperanza, al servicio, desde el dolor. El dolor —un dolor no buscado por masoquismo, sino aceptado y superado— pasa a ser un valor positivo, rentable.

El acto de la semana pasada en Jaén abría el camino para determinar, con todos los formalismos y exigencias jurídicas, si el hecho mirum extraordinario, se podrá considerar o no milagro; pero —insisto— lo que en el ambiente flotaba era el testimonio de un hombre, ése sí que mirum, extraordinario: un periodista ni de calle, ni de mesa, según el argot habitual de las redacciones, sino de silla de ruedas, que escribiendo con un lápiz atado a la mano inmóvil, dictando después a un magnetófono con una tecla especial que sólo podía accionar con un dedo, ayudado después por amigos… escribió más de una decena de libros, miles de artículos; organizó por los hospitales de España una asociación de enfermos orantes, publicó una revista para ellos, primero en ciclostil y luego impresa, y, sobre todo, sembró una alegría y un testimonio que, ahora, al comenzar a reeditarse sus libros, totalmente frescos y vivos, va ampliando el número de sus amigos en un círculo mucho más amplio que el que todavía se ve en algunas fotos, sentados alrededor del cuerpo contrahecho y martirizado en silla de ruedas, para oír las cosas extraordinarias que decía… Y todo, con tal sencillez, que ahora lo que más repiten quienes le trataron es que todo les parecía natural. Solamente cuando murió y empezó a faltar nos dimos cuenta de que habíamos tenido el privilegio de tratar a un verdadero santo.