Con una silenciosa y peligrosa normalidad, hemos ido olvidando el valor de la escritura a mano, que conecta nuestra corporalidad con nuestra psique en un ejercicio que potencia las capacidades cognitivas. Cabe añadir que con la escritura a mano también nos jugamos la comprensión del mundo. En todas mis clases de enseñanza media y universitaria invito a mis estudiantes a que escriban a mano porque esta acción, en apariencia insignificante, congela nuestra hiperestimulada realidad y nos procura el tiempo preciso para poder entender cuanto nos rodea. La escritura nos permite recuperar nuestro tiempo.
El problema de los ritmos acelerados que hemos acogido es que hemos introducido esas prisas en todos nuestros procesos vitales: comemos rápido, leemos y escribimos rápido, paseamos rápidamente. Todo ha de estar sujeto a los estándares de la productividad, la rentabilidad, la utilidad y la eficacia. En parte, por eso se escribe menos a mano, porque es un proceso que requiere tiempo y esmero: la tecnología ha automatizado diversos procesos que hace unos años se llevaban a cabo en calma y que encerraban altas dosis de concentración, pero también de placer.
Además, la inmediatez y la búsqueda de continuos incentivos ha mermado nuestra paciencia cognitiva, lo queremos todo aquí y ahora, se tolera difícilmente la demora en la gratificación. Con ello, nuestra vida se ha empobrecido. No consiste en execrar la tecnología, sino en impedir que el instrumento nos instrumentalice. En un escenario de urgencias y apremio, la escritura a mano nos engrana con nosotros mismos, con nuestras propias preocupaciones y con el mundo circundante. Hay algo que también debería preocuparnos, el llamado analfabetismo funcional: nos estamos arriesgando a que las nuevas generaciones sepan escribir, leer y pensar pero que no quieran escribir, leer ni pensar porque se les da todo hecho.
Por si fuera poco, nos hemos acostumbrado a estar enfermizamente ocupados. En este panorama de prisas y estrés, escribir a mano se ha convertido en un acto de sana rebelión y lúcida disidencia, en una reivindicación de nuestra libertad y en un reclamo de nuestro espacio de independencia. La escritura pausada, así como cualquier actividad que detenga nuestros ritmos vertiginosos, se trueca en una salutífera y necesaria revolución para reconquistar nuestra atención, mercantilizada como un producto más con el que las empresas mercadean con descaro.
Agarrar un bolígrafo y sentir que somos nosotros quienes escribimos, que ejercemos fuerza contra el papel… nos hace dueños conscientes de nuestro cuerpo. La escritura a mano nos une al mundo, nos hace partícipes de él a través de objetos que podemos manipular, con los que nos manchamos o nos podemos equivocar. Con un teclado todo se puede borrar sin dejar rastro del error, sin máculas y, en definitiva, sin huella humana. Como recuerda Aristóteles, somos animales de hábitos: lo prioritario es configurar costumbres sanas que nos ayuden a encontrarnos mejor física y anímicamente y a desarrollarnos emocional y cognitivamente. Hoy, gran parte de los adolescentes y muchos adultos manifiestan estrés y nerviosismo si no permanecen cerca de su móvil o constantemente conectados, pero lo que no cuestionamos son los hábitos. Pasamos horas colgados de estos dispositivos y sufrimos una auténtica adicción que no ponemos en duda, la damos por sentada gozosamente mientras encadenamos con ello nuestro ánimo y nuestra inteligencia.
Se trata de una adicción normativizada, lo que la hace aún más amenazante. Para contrarrestar este imperio de las pantallas, hay que plantear acciones que nos seduzcan. Una de ellas puede ser la escritura a mano, que nos ayuda a conocernos, a tomar conciencia de la realidad. Puedes escribir un diario para reflexionar sobre pensamientos y emociones; escribir cartas a amigos y familiares, reales o ficticias; escribir un cuento o un poema; escribir una lista de tareas para organizar tus responsabilidades y planificar tu jornada; puedes transcribir tu libro favorito o elaborar un cuaderno de citas.
El ser humano es un ser esencialmente narrativo. Su identidad se forja a través de los relatos que se cuenta sobre sí mismo a los demás y a su yo, en una red historiográfica que confecciona a partir de sus recuerdos, del siempre evanescente presente y de las expectativas que guarda respecto al futuro. El ser humano es un ser que se escribe o, en terminología del filósofo Jean-Luc Nancy, que se ex-cribe, que se da a la existencia mediante la acción y el uso responsable de la palabra. Al escribir reconquistamos, con ello, nuestra libertad.