El domingo pasado celebramos la Jornada Pro Orantibus. Rezamos por las monjas y los monjes que consagran la vida a orar e interceder por la comunidad cristiana y por el mundo entero. Todos los hombres y mujeres de este mundo, todas nuestras situaciones, estamos en el corazón de los contemplativos. Gracias por vuestra vida; os necesitamos. Gracias por la valentía de permanecer ante Dios, de vivir ese «solo Dios», sin olvidaros nunca de los demás ni del dolor del mundo. ¡Qué belleza tiene la vida consagrada contemplativa cuando se extrema el amor apasionado por el Señor y por la humanidad!
Quiero manifestaros, queridos monjes y monjas contemplativos, que me ha impresionado siempre vuestra fe en el misterio de la Trinidad, ese misterio de amor y de comunión entre personas que no se reservan absolutamente nada para sí mismas. ¡Qué hondura alcanza vuestra vida cuando vemos cómo creéis en un Dios que es amor, un amor que se da, que se relaciona y unifica! Esa comunión que vivís en vuestras comunidades contemplativas, donde se da un dinamismo que rompe el aislamiento, vence nuestra tendencia al narcisismo y posibilita el verdadero encuentro. Uno entiende mejor eso que tantas veces repetimos y oímos: el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, se realiza en la medida que se relaciona, se libera cuando se abre a los otros y crece cuando ama de verdad.
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». ¡Qué bien sabéis interpretar estas palabras de Jesús! Es el poder de dar vida, el poder para amar, solo para amar, acogiendo el perdón y perdonando, que es la única manera de restaurar todo deterioro humano. Formáis comunidades dedicadas a hablar de los hombres y sus situaciones a Dios, dedicadas a evangelizar, orando para que sea acogido el único que nos salva, dignifica y nos saca de toda oscuridad. En los monasterios contemplativos, aprendí que estamos llamados a hacernos discípulos para poder hacer discípulos sin creernos maestros. También estas otras palabras de Jesús tienen un eco en vuestro corazón y en vuestra vida: «Id, pues y haced discípulos de todos los pueblos». Vuestra misión es hacer discípulos y esto no se hace solamente ofreciendo un mensaje, sino estableciendo una profunda relación con Jesucristo, una relación personal, una relación de amor y de confianza. Vosotros habéis descubierto algo que es fundamental: lo primero en el cristianismo es la persona de Jesús y la relación con Él. Esa que cultiváis de una manera singular.
Pido que los contemplativos ofrezcáis un rostro de paz, con la fuerza del Espíritu, y que las llagas de Cristo que son de la humanidad estén muy presentes en todos los monasterios. Os pido que nos descubráis que hemos sido amados para amar y nos alentéis a vivir esa comunión con Cristo para amar con su mismo amor.
¿Qué significa ofrecer un rostro de paz? Que habéis acogido la paz que Cristo nos ofrece, una paz que elimina las angustias y el encerramiento en nosotros mismos, que quita los miedos que nos vienen de múltiples situaciones. Jesús nos da una paz que no quita los problemas de en medio, pero que infunde una confianza absoluta en Él y nos inunda por dentro. Es una paz que no es tranquilidad ni comodidad, pero que nos hace salir de nosotros mismos y ponernos en manos del Señor. Con esa paz sentimos que Dios cree en nosotros: para Él nadie hay incompetente, tampoco inútil, y nadie está excluido.
¿Qué significa que nos ha dado el Espíritu Santo? Que vuelve a nuestra vida todo lo bueno y bello, que somos inundados por ese amor de Dios que es la lengua que todo el mundo entiende. Un joven se acercó a un monasterio y, entre otras preguntas, le planteó a una monja: «¿Por qué estás aquí? No entiendo este encierro, yo nunca lo haría». Cómo nos interpela su respuesta: «Estoy por ti. Para que te vuelva la esperanza. Para que salga de ti la confusión. Para que tu corazón, que está vacío, se llene. Estoy para pedir a quien todo lo puede que desaparezcan la violencia y la injusticia, que no dominen más las armas o la droga que mata…».
¿Qué significan las llagas de Cristo que son de la humanidad? Que Cristo las puede curar con su misericordia, que nuestras heridas las puede quitar. Él ha abierto su vida para nosotros, para que entremos en su ternura. Él quiere tocar nuestra vida y está deseoso de que digamos como santo Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».
Queridos contemplativos, gracias por dejaros resucitar por la paz de Cristo, la fuerza del Espíritu Santo y las llagas de esta humanidad que son de Cristo. Así sois verdaderos testigos del Amor y de la pasión de Jesucristo por todos los hombres. Pido al Señor que en los monasterios se manifiestes:
1. La cercanía con Dios a través de la oración. Hablad con el Señor, estad cerca de Él.
2. La cercanía y la comunión entre vosotros. Que en la vida comunitaria el Señor esté presente siempre y busquéis el bien del otro. Que vuestros locutorios sean lugares donde se construye siempre, para hablar de Dios y hablar a Dios de las situaciones de los hombres.
3. La cercanía a las situaciones que viven los hombres y vive la humanidad entera. No olvidéis aquellas palabras que el Señor dijo a David, «Te he sacado del rebaño», ni el para qué os sacó el Señor a vivir esta vida. Poner en manos de Dios a los hombres es vuestra tarea y misión. Hacedlo con el estilo de Jesucristo: con compasión y con ternura.