Está en uno de esos muchos rincones de nuestra geografía, rodeado de montes. Una carretera estrecha acaba allí. A esa hora de la mañana, unas perdices corren paseando su plumaje por la orilla del río. Son una belleza. Tiene muy pocos habitantes, poco más de tres familias.
El otro día al salir de celebrar la Eucaristía alguien se dio cuenta de que las puertas de la iglesia y del cementerio necesitaban un cuidado. ¡Y habrá que hacerlo!
Días más tarde, aprovechando la temperatura agradable de la mañana me acerqué a lijar poco a poco esas puertas. Le pedí un alargador a Luis y me puse a hacerlo. Estaba yo a lo mío cuando, al ver la sombra, noté que alguien se acercaba. Era Doro. Saludó y con la lima se puso a limpiar esos rincones a los que yo no llegaba. No tardó mucho en llegar José Luis a preguntar en qué podía ayudar él. Cogió la brocha con una advertencia: «Yo voy a mi ritmo, no me metáis prisa». En un rato más estaban Jaime y Efrén. Cada uno a su tarea. Y era bonito, pues unos animaban a otros en su labor. ¡Bien nos está quedando!
En medio de la lija y la brocha yo sonreía y pensaba en cómo cuando las manos y el tiempo se ponen a disposición del bien común hay algo bonito que crece. En el silencio de un pueblo casi olvidado o en cualquier otro sitio en el que se esté dispuesto a mirar un poco más allá del «me apetece» o «me interesa». Cuando levantamos la mirada para pensar en los demás o en aquel que nos necesita vamos recorriendo un camino que tiene sabor a fraternidad y poco a poco vamos venciendo una vida egoísta e interesada. Vamos haciendo camino común, camino de futuro. No hace falta que nos aplaudan, pero sí es necesario que cada uno de nosotros sepamos verlo y valorarlo.
Ese rinconcito de pueblo en ese momento estaba haciendo crecer la alegría de poner nuestras cualidades al servicio de algo que nos une. Quizás son pequeños gestos así los que van haciendo avanzar poco a poco un mundo un poco mejor. Algo que podemos realizar en cualquier lugar, cada uno con su receta o forma de cocinarlo. Así los pueblos tienen otro sabor. Y el mundo también.
Nadie llamó. Cada uno supo ver que allí venía bien una mano para ayudar.