Nació, nace y nacerá
3er Domingo de Adviento / Mateo 11, 2-11
Evangelio: Mateo 11, 2-11
En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle. «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!». Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».
Comentario
Cuando caminamos, son demasiados los momentos en los que lo firme se vuelve frágil y lo que parecía seguro comienza a desdibujarse. Ese clima de desorientación se encuentra en este pasaje Juan Bautista: alguien que había reconocido la presencia de Jesús con claridad y, sin embargo, desde la soledad de la prisión, experimenta cómo la certeza se vuelve silencio. Su duda nace de la fidelidad herida, de la tensión entre lo anunciado y la frustración de lo que sus ojos no alcanzan a ver.
Pero la respuesta de Jesús no nace del juicio, sino de una delicada comprensión. En lugar de reclamar mayor firmeza, invita a contemplar lo que ya está sucediendo: la luz recupera espacios donde antes dominaba la sombra, la dignidad vuelve a levantar a quienes habían quedado al borde del camino, la esperanza se abre paso en nuestro día a día. Jesús se revela así en hechos sencillos que nos sostienen y renuevan lentamente. No llega como un estallido deslumbrante, como un fogonazo espiritual, sino poco a poco… como una presencia que actúa sin ruido, fiel y persistente.
El mundo nos ha acostumbrado a esperar intervenciones grandiosas, señales evidentes o transformaciones inmediatas. Sin embargo, el Evangelio muestra un modo distinto de obrar: una cercanía que se comunica en gestos discretos, en palabras que alivian, en presencias que reconfortan sin imponerse. La acción de Dios, tantas veces inadvertida, avanza con la suavidad de quien conoce nuestro ritmo y no lo violenta.
Jesús, al hablar de Juan, deja entrever la dificultad que acompaña todo discernimiento. Ni la misión de uno ni la del otro fueron comprendidas por todos. Algo similar ocurre en nuestra propia experiencia: hay tramos en los que la oración se vuelve árida y el sentido parece esquivo; incluso duele. Sin embargo, en esas zonas opacas continúa escribiéndose una historia de salvación. Lo que Dios construye rara vez coincide con nuestras propias previsiones, pero siempre conduce hacia una experiencia más honda.
El Adviento se presenta como un tiempo para educar esa mirada, para reconocer que lo pequeño también es lugar de epifanía. Un gesto de reconciliación, una serenidad inesperada en medio del cansancio, una muestra de afecto, esa sonrisa esperada… Todos ellos son signos que, sin alardes, permiten que el Reino siga creciendo.
La duda de Juan deja entrever que la fe se sostiene en una adhesión que permanece incluso cuando los contornos se desvanecen. Ese Niño que nació, nace y nacerá se presenta como el regalo decisivo: Dios se hace cercano, accesible, capaz de entablar una presencia auténtica con la humanidad. Una relación que se fortalece tanto en la claridad como en la noche y que encuentra en la fidelidad su expresión más verdadera. No dejemos que las circunstancias nublen lo que Dios ya está haciendo. Cuando nos cueste ver, que esta invitación serena a confiar nos recuerde que la vida, aunque parezca frágil, sigue abriéndose paso. Dios no nos pide perfección, solo sinceridad. Y mientras caminamos, incluso con dudas, Él sigue trabajando en silencio. Tal vez no veamos resultados inmediatos, pero cada gesto, cada intento, prepara un camino por el que Jesús quiere entrar. Esa es nuestra misión: seguir abriendo espacio para la esperanza, aun cuando no entendamos del todo. Y así, mientras la historia continúa avanzando con ritmos misteriosos, el corazón aprenderá a descansar en esa obra silenciosa que, paso a paso, va transformándolo todo.