24 de junio: san Juan Bautista, el loco que señalaba a Cristo
El profeta pariente de Jesús se fue al desierto para llegar al corazón de todos los que buscaban a Dios. La piedad popular lo considera nacido sin pecado original y, tras su apariencia ruda, se escondía «un discípulo aventajado del Señor»
Normalmente, la Iglesia solo celebra el aniversario de la muerte de un santo, pero el caso de san Juan Bautista es diferente. Además de su martirio el 29 de agosto, cada 24 de junio se recuerda también la fecha de su nacimiento. Solo hay una mujer en todo el santoral a la que le sucede lo mismo: la Virgen María, madre de Cristo. ¿Qué tiene de especial, pues, este santo para que la Iglesia haga memoria de él por partida doble en la liturgia?
Desde hace siglos, la devoción popular ha creído que el santo nació en estado de gracia, debido a que a los seis meses de su concepción, se conmovió en el vientre de su madre, Isabel, el día que fue a visitarla María. Así lo cuenta el evangelista Lucas: «Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre y se llenó Isabel del Espíritu Santo». Dice el YouCat a este respecto que «Juan es el único santo que fue liberado del pecado original cuando aún estaba en el vientre de su madre, y por eso vino al mundo perfectamente santificado». Por este motivo, y al igual que la Virgen, el nacimiento de Juan se celebra desde hace siglos en todas las iglesias.
Pariente de Jesús, el último profeta, el precursor del Mesías… «Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, concentra tantos rasgos interesantes que resulta difícil resumirlos», explica Luis Sánchez Navarro, profesor de Nuevo Testamento en la Universidad San Dámaso, que destaca de su figura que «como profeta que es, y también como sacerdote al ser hijo del sacerdote Zacarías, encarna cómo la Antigua Alianza —profecía y culto— se abre a la Nueva».
De este modo, san Juan es el quicio entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, entre el pasado de la ley y la eternidad de Cristo. Los Evangelios refieren que fue, sin duda, una figura peculiar: no bebía vino ni bebidas fuertes, vestía ropas tejidas con piel de camello y atadas con un cinturón de cuero y comía saltamontes y miel silvestre. Él y sus discípulos ayunaban con frecuencia, además, en un estilo de vida rústico y firme, sin ninguna concesión a la comodidad.
Se calcula que comenzó a predicar en torno al año 26: anduvo por toda la comarca alrededor del Jordán predicando el bautismo del arrepentimiento para el perdón de los pecados. Ese gesto tan significativo lo acompañaba con palabras ciertamente duras, pues no dudaba en llamar a quienes se le acercaban con la expresión «raza de víboras». Hablaba de un «castigo inminente», de un hacha colocada ya junto al árbol, de que todo aquel que no diera buen fruto sería arrojado al fuego…
Su nombre en hebreo significa «Dios es misericordioso», pero en nuestros días nadie en su sano juicio acudiría a escuchar a alguien en apariencia tan loco. Sin embargo, como dice el YouCat, «no debemos tenerle miedo, porque el verdadero núcleo de su mensaje no es el castigo. Es precisamente en el hecho de que Juan nos llame al arrepentimiento donde reside la revelación de toda la misericordia de Dios». Por eso, su tarea principal fue hacer una primera exhortación a la conversión del pueblo, en espera de la inminente manifestación del anhelado Mesías. Es como si fuéramos a Misa y nos saltáramos la primera parte, en la que pedimos perdón por nuestros pecados: sin duda, nos faltaría algo.
«Juan fue un discípulo aventajado de Jesús, con la singular misión de precederlo y preparar el camino ante él. Mediante el bautismo de penitencia, roturó la tierra de Israel para la siembra del Evangelio», afirma Luis Sánchez Navarro, quien explica que, «de hecho, los primeros discípulos de Jesús —Juan, Andrés, Pedro y Felipe— eran discípulos de Juan que comenzaron a seguirlo por indicación suya». En este sentido, para él, lo que movió a Juan «fue dar testimonio de Jesús y decir a todos: “Este es el Hijo de Dios”. Esa fue su misión principal».
Una persona así deja en quien le conoce una huella indeleble, y por eso su muerte debió de conmover a todos en Israel. Sucedió en torno al año 31 o 32, y es conocida la historia del odio que le tenía Herodías, la amante de Herodes, el baile de su hija Salomé, la cruel decapitación, la cabeza del santo entregada en una bandeja… Pero el historiador Flavio Josefo sitúa el hecho en el contexto de la derrota del ejército de Herodes Antipas por las tropas nabateas. Califica este hecho como «el justo castigo de Dios» a Herodes para vengar lo que él había hecho a Juan, «un hombre bueno». Josefo cuenta que el rey mató al profeta por miedo a que «la gran capacidad de Juan para persuadir a la gente pudiera conducir a algún tipo de revuelta, ya que parecían hacer cualquier cosa que él aconsejase».
Todo ello explica el ascendiente que tuvo entre los judíos de su tiempo y entre las primeras comunidades cristianas, y que desde el principio de la cristiandad hubiera tantos templos que aseguraban tener alguna reliquia suya, e incluso varios afirmaban custodiar su cabeza. Para ser solo «una voz que clamaba en el desierto», sus palabras llegaron muy lejos.

Como todos los santos, Juan el Bautista es modelo de santidad para los fieles de todos los tiempos. En este sentido, «su gran enseñanza es que su testimonio le llevó a dar la vida por la verdad del matrimonio, siendo testigo y mártir», afirma Luis Sánchez Navarro.
«Y nos dejó además un testamento valiosísimo en sus últimas palabras: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar”», añade. En este sentido, «la vida se hace grande y bella cuando hacemos crecer a Cristo en los hermanos, en la sociedad y en el mundo entero».