Mujeres exigentes - Alfa y Omega

Hace unas semanas, en estas mismas páginas, Iñako Rozas se marcaba una magnífica columna titulada «La admiración por bandera». En ella, fiel a su estilo, partía del asombro ante el matrimonio formado por Spencer Tracy y Katherine Hepburn en La costilla de Adán de Cuckor, para concluir que «la admiración mutua es la conditio sine qua non del amor duradero».

Añadiría a la certera indicación de Iñako otra dimensión esencial en el amor. Quizá una dimensión que puede ir tomando más importancia a medida que el matrimonio perdura. Me refiero a la exigencia, incluso al arte de la corrección, en este caso marital más que fraterna. No estoy animando a nuestros amigos solteros a tener como modelo de mujer a una especie de Terence Fletcher, el profesor de la película Whiplash. Pienso por ejemplo en la señora Kerouac, o en la señora Eliot. En The Paris Review. Entrevistas (1953-1983) (editorial Acantilado) se recogen un buen puñado de entrevistas publicadas por esta revista a famosos escritores. Todas ellas, como lo exige el buen oficio de la entrevista, tienen una entradilla a modo de narración del momento en el que se produjo la conversación.

Cuando llegaron los reporteros de The Paris Review a casa de los Kerouac, Jack salió a abrirles la puerta, pero Stella, la señora Kerouac, le agarró por detrás y no les permitió la entrada. Al cabo de un rato, se lo pensó con la condición de que no bebieran. Quizá Stella estaba un poco escaldada con Jack. La señora Eliot y su cuñada permanecieron en un confortable sofá mientras Donald Hall entrevistaba a su marido, el poeta T. S. Eliot: «Durante la entrevista iba lanzando miradas a la señora Eliot, como si compartiera con ella las respuestas que prefería guardarse».

Una corrección, una exigencia para mejorar, para buscar nuestro bien, solo puede venir de quien bien nos quiere. Y, por cierto, hay que tener agallas para hacer que queramos ser la mejor versión de nosotros. Por supuesto que una corrección nos puede suscitar un primer momento de murmurar y mascullar. El orgullo herido, eso que todos llevamos de serie, es muy puñetero. Pero después de meditarlo, conviene descubrir la misteriosa dulzura y ternura de una exigencia de quien nos ama.