Monjas que se quedan a pesar de las bombas rusas en Ucrania
Las ciudades de Yavoriv y de Mukhachevo, al oeste de Ucrania y cerca de la frontera polaca, ya no son lugares seguros. Aun así, un grupo de monjas resiste ayudando a los desplazados
El bombardeo del Ejército ruso a la base militar de Yavoriv, al oeste de Ucrania y a solo unos 20 kilómetros de la frontera polaca, no deja espacio a las dudas. Ya no hay palmo seguro en Ucrania. «Me desperté sobresaltada. Bajamos al refugio, pero la alarma continuaba sonando. No sabíamos qué estaba pasando», describe la monja colombiana Gloria Mesa Quintana, que ha convertido la casa donde vive con otras dos religiosas de las Hermanas Doroteas en un refugio para los desplazados de las urbes más castigadas por Rusia. En este momento acogen a diez personas. Tres familias: dos abuelos, cinco mujeres y tres niños forzados al exilio por un conflicto que no entienden. «Los primeros que llegaron estaban exhaustos. Habían pasado nueve días sin ver la luz del sol, comiendo cosas enlatadas en un garaje sin calefacción en Kiev», asegura en una llamada por Telegram, la única aplicación que no pueden interceptar los rusos. También pasan las noches con estas monjas, apilados en colchonetas en el pasillo, algunos vecinos que tienen miedo de que las bombas destruyan sus casas.
La hermana Gloria recuerda con terror cómo a los pocos minutos del ataque al corazón militar del país las paredes y las puertas empezaron a temblar. «Era como un terremoto seguido de varios potentes estruendos. Los fuimos contando: uno, dos, tres…», describe tras hacer notar que la base militar atacada está situada a 24 kilómetros de distancia del edificio donde viven. Lo sintieron como si las explosiones fueran a pocos metros. «Cayeron ocho misiles, pero habían tirado 30», remacha. Un reguero de muerte que podría haber sido mucho peor si los aviones ucranianos no hubieran destruido los misiles rusos antes de su impacto. Al día siguiente fueron a Misa y, de nuevo, sonaron las alarmas. En esa ocasión, no bajó al refugio. «Las escaleras que dan al sótano de la iglesia son muy empinadas y los ancianos no pueden arriesgarse. Así que me quedé con ellos debajo del altar», resalta. Aquella vez respiró tranquila, pero sabe que en esta guerra sin sentido la aniquilación va ganando terreno cada día.
En la ciudad de Mukhachevo, casi fronteriza con Hungría y Eslovaquia, tampoco duermen tranquilos. «De momento, estamos a salvo en las cuatro paredes del convento, pero las alarmas antiaéreas son cada vez más frecuentes. Aquí no tenemos búnkeres, así que confiamos plenamente en la mano protectora de Dios», asegura la superiora de las Hermanas de San José de San Marcos, Ligy Payyappilly, que en apenas tres semanas ha logrado acondicionar un refugio para los que huyen de las bombas con capacidad para 200 personas. «Todavía no podemos recibirlos. Hemos completado las obras de las habitaciones y los baños. Pero necesitamos comprar más colchones, sábanas, utensilios de cocina y los muebles para el comedor», asegura.
De momento, ella y las otras siete monjas y diez novicias de esta congregación han dado cobijo a cerca de 100 personas. «La mayoría son mujeres jóvenes con sus hijos que lo han perdido todo. Llegaron solo con lo puesto. Con los niños enfermos por el frío que pasaron por el camino y sin saber si sus seres queridos siguen vivos», indica la hermana Ligy, que lleva 20 años en Ucrania. Actualmente está pagando cerca de 3.000 euros al mes solo de calefacción. Las cuentas no le cuadran y cuando abra el segundo refugio los gastos se dispararán todavía más. Pero lo que más le reconcome la conciencia es la falta de espacio. «Cada día llegan más personas desesperadas. Me duele tener que decirles que no caben. Pero, por ahora, no podemos acoger a nadie más», lamenta. De este éxodo infinito son muchos los que se aferran a quedarse dentro de su país. Como Olena, que dio a luz a su bebé –al que está meciendo en la foto la hermana Ligy– el mismo día en que el presidente ruso, Vladimir Putin, ordenó atacar a sus tropas. Llegó al convento de Mukhachevo cinco días después.
La primera vez que Rusia fue consagrada fue en 1942 de la mano de Pío XII en su carta apostólica Sacro vergente anno. Pero fue de modo incompleto, pues no hubo comunión con los demás obispos del mundo. El 21 de noviembre de 1964 Pablo VI renovó la consagración de Rusia, en el marco del histórico Concilio Vaticano II, y dos décadas después, en 1984, Juan Pablo II extendió esa bendición a todo el mundo en la plaza de San Pedro, ante una imagen de la Virgen de Fátima. En aquella ocasión, Juan Pablo II evitó mencionar a Rusia, para no resultar molesto al Patriarcado de Moscú. Este 25 de marzo Francisco será mucho más directo, pues consagrará explícitamente tanto a Rusia como a Ucrania.