El pasado 6 de agosto, día de la Transfiguración, a los 78 años de edad, moría en su casa de Igueldo (San Sebastián) Mikel Azurmendi. Como dice el recordatorio de su funeral, murió literalmente con las botas puestas, trabajando en su querido huerto en compañía de su mujer y su hijo. Aunque sabían de su testarudez, le habían recomendado que no hiciera grandes esfuerzos porque se estaba preparando para una operación delicada de corazón. En sus últimas semanas había tenido ocasión de comunicar a sus numerosos amigos que se encontraba preparado para lo que pudiera suceder. Escribía así a una amiga italiana la víspera de su muerte: «Estoy esperando la cita con el cirujano. Me dirá cuándo será la operación, porque el cómo ya ha sido decidido: abrir el pecho. Estoy tranquilo y confío en que Dios ayudará al cirujano. Si falla, Dios habrá querido tenerme consigo. Por lo tanto, lo que sucederá está en las manos de Dios. Veo como un gran don esta larga vida con un final imprevisto».
Uno que hubiera conocido a Mikel unos años antes se habría extrañado de este final del conocido profesor y fundador de ¡Basta ya! y del Foro de Ermua. Apenas superada la edad de los 70 confesaba su miedo a la enfermedad y su fobia a las relaciones por teléfono o pantalla. Sin embargo, en su último año de vida miraba a la cara, con pasmosa serenidad, a la enfermedad y empleaba gran parte de su tiempo en hablar a través de una pantalla con gentes semidesconocidas de Europa y América. ¿Qué justificaba un cambio tan radical? Nadie mejor que él mismo, con su verbo siempre preciso y elegante, para dar razón de tamaña transformación: «En estas me di de bruces con gente cuya vida era de un estilo existencial: un ethos de entrega personal y gratuita al otro, cuya calidad de vida era estética y no moral. Poseían una concepción de orden general según la cual la vida es para entregarla, no para ahorrarla, y que el otro es una parte de mi yo».
El camino personal de Mikel en sus seis últimos años de vida llena de contenido una de las palabras clave del camino cristiano: conversión. Es más, nos ofrece un ejemplo luminoso de la modalidad con la que el cristianismo sigue alcanzando a las personas de nuestro mundo. De Azurmendi podríamos decir que era un buen representante del tipo humano que en los años 60 abandonó una Iglesia poco interesante (llegó a ser seminarista en la diócesis de San Sebastián) para abrazar la ideología, en su caso la nacionalista (formó parte de ETA hasta que esta empezó a asesinar). Una vez que aquella ideología se convirtió en violencia terrorista, Mikel empezó un camino personal que le llevaría a luchar contra sus antiguos compañeros, a desvelar la mentira de un nacionalismo excluyente y a reflexionar sobre la condición humana, en un recorrido de una gran lealtad que le prepararía humanamente para su tardío encuentro con la fe y que, a la vez, le granjeó el odio de gran parte de los suyos, los de su pueblo.
«Nada más ajeno a Dios que un profesor universitario. En su petulancia intelectual él cree sabérselas todas. Yo era uno de ellos». Así se describía Mikel cuando miraba hacia atrás en estos últimos años. Es verdad que esa «petulancia intelectual» había tenido que echar cuentas con la violencia y maldad humanas y con la búsqueda de un fundamento común para la convivencia… que no fuera religioso. Es verdad que toda su formación cultural laicista había tenido que enfrentarse con la conversión al cristianismo de dos de sus maestros en la antropología: Alasdair MacIntyre y René Girard. Sin embargo, su propia conversión no fue producto de su recorrido intelectual, aunque no cabe duda de que la favoreció.
Retomando las expresiones que usaba para describir su conversión, Mikel se topó «con una tribu», se dio «de bruces con un vecindario», con «una presencia enfundada en una inmensa alegría». «Mi azaroso acercamiento a esa gente me dejó súbitamente atónito de su modo de estar en el mundo»: así describe en su libro El abrazo (Almuzara, 2018) el encuentro fortuito con la «tribu» cristiana de Comunión y Liberación. Tres encuentros fortuitos (una voz familiar en la radio durante su convalecencia en el hospital; una vieja amistad y un extraño chófer que le conduce a una mesa redonda en EncuentroMadrid) le llevan a poner sus ojos de sociólogo (que ya eran una sola cosa con los ojos de su humanidad herida y necesitada) en «un poblado desconocido» en quien intuye una esperanza para la sociedad española… y para él mismo.
Y como si se tratara de uno de los discípulos de Jesús, después de toparse con Él a orillas del Jordán, «determiné estudiarlos de cerca para entender eso que hacían, muy intrigado por dar con la clave de un carácter personal que se traslucía en gestos y posturas que los volvían inconfundibles en la sociedad en que vivimos». Dicho y hecho: Mikel dejó cualquier otra tarea y se aventuró durante dos años a conocer aquella tribu, recorriendo su geografía (personas, obras educativas, de caridad, familias que acogen, casas de consagrados, momentos de vacaciones, etc.). El resultado no es solo un libro que muestra a las claras que los relatos evangélicos siguen actualizándose hoy, sino algo que a todos nos deja en silencio porque remite al Señor de la historia, presente en medio de nosotros: su conversión.