Melena rubia al viento, vestido azul encajado tipo Frozen marcando curvas, transparencias simuladas y sonrisa de anuncio. Si uno no se fija en las facciones de Mikayla Holmgrem posiblemente no descubra que la protagonista de esta foto es una mujer con síndrome de Down. Una joven hermosa que se ha convertido en la primera participante así en un concurso estatal de belleza en EE. UU. Ha participado en el de Minesota, valedero para el concurso final de Miss Universo. No ha sido la ganadora del certamen, pero sí ha logrado dos importantes premios que exhibe aquí con orgullo: el galardón al Espíritu de Miss EE. UU. y el Premio del Director. Su recompensa ha sido aún mayor, porque ha brillado más que nadie y porque su ejemplo acaba de dar la vuelta al mundo. Ha pasado de competir en pequeños concursos para personas especiales a rivalizar con grandes modelos. «Quiero mostrar de qué trata la inclusión, demostrar que alguien con necesidades especiales puede perseguir sus sueños», dijo tras el éxito. Y vaya si ha demostrado que las personas como ella son especiales, pero de verdad, no con la versión eufemística de la palabra que intenta esconder o una discriminación palpable o una compasión encubierta.
Su mérito es enorme. Como suele pasar con estas personas, detrás siempre hay unos padres heroicos. Fue su madre quien la inscribió en el concurso, dispuestas ambas a traspasar las barreras. Su mayor reto, con el que comenzó todo, fue cuando hace 22 años decidió seguir adelante con el embarazo. Leyendo noticias como ésta quizás sea fácil empatizar con quienes tienen síndrome de down y ver el valor social de lo que ha conseguido. Algo que, sin embargo, no se suele tener presente cuando se habla del aborto. En España, cerca del 90 % de los bebés con trisomía 21 diagnosticados antes de la semana 22 de la gestación son abortados, según varios estudios ginecológicos. No prejuzgo, porque sé de primera mano que cuando las pruebas de embarazo te anuncian un hijo con down, malformaciones y un sinfín de posibles enfermedades vinculadas, las dificultades, el dolor y la incertidumbre nublan la capacidad de ver que ese bebé el día de mañana pueda ser como Mikayla. Cuesta mucho imaginarlo, y para no verse empujado por los plazos legales a una decisión fatal, hay una certeza que ayuda a disipar la niebla: que esos niños y niñas son verdaderamente especiales para Dios. Tanto, que –como me dijo un buen amigo– son lo más parecido a los ángeles, porque no tienen maldad y son tremendamente cariñosos, desprendidos y generosos. Y también sé que esos diagnósticos a veces fallan… y otras no.
La realidad no es tan idílica como puede desprenderse erróneamente de una historia como la Mikayla. Muchos tienen una dependencia total y un retraso mucho mayor. Las vidas de quienes los rodean no son fáciles, pero no crean que menos felices, sino todo lo contrario. Pero todos ellos, absolutamente todos, sea cual sea su grado, brillan con luz propia y se llevan el premio del Director del Cielo.