Según ACNUR, 100 millones de personas en el mundo viven la cruda realidad de la migración. Los motivos de la huida son muy distintos: guerras, dictaduras, hambre, persecución religiosa o ideológica… Pero todas sufren el atroz desarraigo que supone dejar atrás su familia, su cultura, su país, en busca de una vida mejor.
A finales de septiembre asistí en la Universidad Católica de América, en Washington D. C., a un encuentro de expertos organizado por el think tank inglés Home Renaissance Foundation. El objetivo era abordar, entre académicos de disciplinas muy diferentes, este gran desafío al que se enfrenta el mundo y al que se debe dar una respuesta desde la esfera pública.
El hogar es un espacio, un entorno esencial para el correcto desarrollo de la persona. Es ese lugar en el que podemos ser nosotros mismos, donde se nos quiere por lo que somos, no por lo que tenemos, donde no se nos juzga, sino que se nos abraza, y donde se nos enseña a amar. Pero todo esto no es un escenario real para los millones de personas desplazadas.
Los resultados de un estudio estadounidense, tras 20 años de trabajo de campo, muestran sufrimiento, marginación, violencia en muchos casos, desesperanza, estrés, incluso depresiones. Los refugiados que quedan instalados en los campos de tránsito no ven un futuro próspero para ellos; los migrantes que no conocen el idioma del país al que llegan no pueden encontrar trabajo, y los que huyen a países con culturas muy diferentes pierden su identidad, que es lo único que arrastran con ellos. Y el 98 % declara que sin fe en Dios no habrían podido salir adelante.
Estas personas, que se ven obligadas a dejar atrás sus vidas, han nacido en países sin oportunidades y su único sueño es volver a crear un hogar, dar a su familia lo que tú das por hecho y aportar su talento a la sociedad a la que llegan. Y aquí viene el «¿qué hago yo desde el salón de mi casa?». Es sencillo: escucharlos, mirarlos a los ojos, tender la mano y cumplir como correctos anfitriones. Y desde las instituciones, lo mismo; los gobiernos nacionales y los locales, los ayuntamientos, las bibliotecas, las parroquias, las escuelas… pueden compartir sus espacios y recursos con quienes más lo necesitan. Sin una comunidad de recepción fuerte es muy difícil la integración.
En esta reunión pude conocer la ejemplar labor que Colombia está llevando a cabo con la recepción de los millones de venezolanos que han cruzado la frontera. Es verdad que comparten idioma, cultura, religión e incluso en gran medida su gastronomía, lo que ha favorecido una mejor integración, pero desde el Gobierno colombiano también se han tomado medidas para que los venezolanos puedan trabajar e iniciar una nueva vida en el país.
El caso ucraniano
Recordemos que la Unión Europea, en marzo de este año, actuó con rapidez cuando Rusia invadió Ucrania, abriendo las fronteras a los ucranianos sin pertenecer a un estado miembro; se eliminaron las barreras burocráticas de visados para poder trabajar y se facilitó la escolarización de los niños en colegios de los 27 estados. Las políticas migratorias se adaptaron ante esta crisis poniendo el foco en la persona, asumiendo los riesgos que ese periodo de vulnerabilidad podía acarrear, teniendo en cuenta otras crisis pasadas en las que las medidas tomadas no fueron suficientes y llevaron a los refugiados a situaciones extremas.
No es una cuestión de cambiar leyes, es cuestión de orientar correctamente los proyectos y las iniciativas que se llevan a cabo. Es francamente interesante ver cómo, por iniciativa privada, hay proyectos de microinversiones ya en marcha que ofrecen a los refugiados la oportunidad de presentar sus propuestas y hacer valer su talento. Se anima así a unos a emprender y a otros a invertir, dando lugar a enriquecedoras propuestas y a un win win.
La tecnología, en estos casos, ha ayudado a no sufrir un desarraigo total. El teléfono móvil es para estas personas su cordón umbilical, porque les permite continuar conectadas a su pasado, estar en contacto con sus familias, y seguir pendientes de la actualidad de su país.
Compartamos o no cultura, se parezca más o menos nuestra lengua y nos santigüemos más o menos, todos tenemos algo, que no es baladí, en común: somos personas y, como tal, dignas de un hogar, de un trabajo y de una vida estable y feliz.