Miedo
Casi todas las películas de terror descansan sobre la inteligente diferencia que hacía Freud entre miedo y ansiedad. El miedo es la respuesta lógica frente a un asunto espantable, en el que puedo armarme de valor para verdaderamente espantarlo. Una araña trepa por el cojín de mi terraza, me viene ese miedo atávico a los bichos de muchas patas, pero la persigo hasta convertirla en un manojo de cuerdecillas inertes. La ansiedad es otra cosa, una expectación sin serenidad, un miedo difuso, dilatado en el tiempo. Dice el periodista Javier Calvo que, en cualquier caso, la persona en estado de ansiedad no experimenta todo el tiempo miedo real, «incluso vive la ausencia de estímulos reales de miedo», pero está aterrorizada. Ese miedo es de los que van en serio.
Conozco dos casos prototípicos en la gran literatura que provocan esa ansiedad: Otra vuelta de tuerca, de Henry James, en la que el lector vive una angustia sostenida por desconocer si hay o no fantasmas en la novela; y Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en la que los personajes provenientes del Cielo, el Purgatorio y la Tierra se dan cita en Comala, un pueblo pavoroso, y el lector no sabe si hablan los vivos o se adelantan los muertos. La revista cultural Jot Down ha dedicado su último número a la devastadora arquitectura del miedo. Hay en ella un interesante artículo de Tsevan Rabtan sobre Auschwitz. Dice Primo Levi en Si esto es un hombre, que en Auschwitz «ya no teníamos miedo», porque los nazis habían privado a los presos de futuro. Donde no hay proyecto, hay parálisis comatosa, hay muerte en vida. La vida siempre es inquietud, zozobra, avances, desmanes, iniciativas, errores, apegos, desapegos. La paralización es quietud de mármol. Me parece inadecuado denominar lapidaria a una frase, es marcarle ya su defunción. Una frase lapidaria nació para enterrarse. En cambio, la frase que se dice es una frase valiosa, y el amante que la escucha se enciende, porque sabe que hay vida en la boca que le habla.
La acción de Dios es también palabra bullente, que no llega muerta por estar escrita. Los Evangelios no son una morgue de palabras grandilocuentes, sino un Dios locuente que pronuncia su oferta en el instante de hacerse oír. Algunos artículos en Jot Down se paran en el tópico de las religiones como madrastras del terror, que capturan a los suyos por el cuello del miedo. Es el lugar común preferido de quien no se atreve a pensar en serio más adentro, en la espesura de la fe. El hecho cristiano, de hecho, descansa más bien en el miedo de Dios a perdernos. Y ese miedo viene del querer, el más valioso de todos los miedos.