Mick Jagger y un anciano que siempre se reía
Reponerse sin rastro de acritud de las heridas que va dejando en el alma cualquier biografía; en eso consisten los imprescindibles. Aquel amor no correspondido o aquella banda de rock que no pasó de compadreo de garaje
Esta semana he leído, por casualidad, un artículo del periodista inglés Paul Johnson en un número de 1986 de la revista Nuestro Tiempo. Daba consejos al escritor en ciernes. En uno de sus párrafos más británicamente divertidos dice: «La mayoría de los escritores están abocados al fracaso parcial o total. Han de luchar contra la desesperación en su juventud, contra el miedo en su madurez y contra la evidencia acumulativa del declive físico en su vejez».
Algunos pocos no; hay un pequeñísimo porcentaje de artistas que lo logra. Ese es el caso de los Rolling Stones, que han anunciado un nuevo disco, Hackney Diamonds. Los caballeros de la más longeva de las bandas de rock y quizá la más importante de la historia del género superan ya los 80 años, 60 de ellos como consagradas estrellas. Son, por lo tanto, un éxito rarísimo. Cuando Mick Jagger y compañía empezaron a hacer música todavía no había terminado la guerra de Vietnam ni habían llegado la crisis de los misiles, el Mayo del 68 o el caso Watergate. El hombre no había pisado la Luna. Es fácil admirar a gente así. Digo más: desde fuera parece fácil vivir esa vida, la del éxito. Ponerse un objetivo y lograrlo. Ser el mejor.
En aquella época, sin embargo, se formaron otras decenas, quizá cientos de bandas de rock, pero ninguna alcanzó las cotas de perfección técnica y fama mundial de los Rolling. ¿Qué habrá sido de los otros, la mayoría? ¿Dónde andarán los que partieron del mismo punto pero fracasaron, del todo o en parte? Seguramente aquellos jóvenes melenudos que soñaron vivir de su música estén ahora ajustando el sonotone o paseando del brazo de su mujer en alguna urbanización de Scranton, Pensilvania.
Probablemente hubo un día en el que se dijeron: «No, Mike, esto no es lo tuyo». Y entonces colgaron la guitarra y empezaron a dar clases de Literatura en una universidad de medio pelo, se montaron una empresita de espeleología o llevaron la contabilidad de la carnicería de su madre. Puede que a alguno se le haya agriado el carácter. Que de vez en cuando se ponga sombrío al ver una foto de Keith Richards en el periódico y piense: «Ese cabrón ha vivido una vida que tendría que haber sido mía». Alguno tiraría la toalla con cara de perro y ya; se dedicaría a ser un infeliz el resto de su vida.
Pero quiero pensar —es estadística pura— que alguna de aquellas jóvenes promesas incumplidas fue capaz de sobreponerse sin acritud a ese sueño frustrado, a esa vocación herida. La vida, al fin y al cabo, está trenzada de unos pocos éxitos y una retahíla de fracasos. Alguno de aquellos perdedores habrá sabido hacer limonada, exprimir la realidad no como la soñó, sino como fue, y sonreírle a la vida. Esos losers felices, tal y como los imagino, despiertan toda mi admiración.
Hay quien se pregunta dónde quiere estar dentro de cinco, 20, 50 años. Y entonces mira a los Rolling y a la gente como ellos. Pero hay otras personas que se preguntan cómo quieren ser entonces, en el futuro. Y miran a los viejos. Hay muchos viejos cascarrabias que, si acaso, despiertan compasión. Pero hay algunos, no demasiados —los suficientes— que sonríen al cabo de todo ese tiempo. Con toda seguridad no han sido los más exitosos según los paradigmas del mundo. Todo lo contrario: esa clase de gente ha tenido que encajar muchos ganchos de derecha. Reponerse sin rastro de acritud de las heridas que va dejando en el alma cualquier biografía; en eso consisten los imprescindibles. Aquel amor no correspondido, ese hijo que nunca fue lo que habías soñado para él o, para el caso que nos ocupa, aquella banda de rock que no pasó de compadreo de garaje.
Una vez vi un anciano que siempre se reía. Era —es— un venerable sacerdote. Su risa aún me reverbera en el alma por la cantidad de preguntas que me desató por dentro. Y, sobre todo, por una certeza: que reír todavía después de tantos fracasos tiene que esconder algo importante, quizá el secreto de la felicidad. Por los surcos arrugados de su sonrisa desfilaban todas sus decepciones vividas con alegría.
Yo quiero ser como ese tío. Aunque me alegro mucho del éxito de los Rolling.