Mi santo de la mesa de al lado - Alfa y Omega

Salí de la basílica, el día de Todos los Santos, convencido de que el periodista, el compañero, el amigo con el que había estado tomando un té era un santo. ¿No dice el Papa que hay santos de la puerta de al lado? Pues Antonio lo era. Alguien del periódico con quien me crucé a la salida de ese oficio no me dejará por mentiroso, porque escuchando la homilía a los pies del Señor del Gran Poder comprendí aquel día que todo el sufrimiento embalsado en los dos últimos años por la maldita enfermedad tenía a la fuerza que desbordar los cauces habituales por los que circula nuestro sentido trascendente. Al menos, el mío.

Establecimos una relación muy especial desde el primer diagnóstico, porque intuyó en mí un grado de veteranía en la espinosa relación con el cáncer en la que confió para elevar el rango de nuestra amistad a la difícil categoría de confidentes. Todavía recuerdo su llamada angustiosa a la hora del almuerzo el pasado Martes Santo: «No lo sabe nadie de mi familia todavía, tenía que contártelo a ti primero». Desde ese día tomé como propósito acompañarlo hasta el final, pero últimamente Dios se empeña en torcerme los renglones.

A lo largo de estos meses intercambiamos muchas confidencias —susurradas apenas en artículos míos que él leía con avidez y cuyas referencias invisibles a otros ojos que no fueran los suyos me agradecía conmovido— en torno a una palabra que fue marcando nuestros mensajes: «Confianza». Porque era admirable la capacidad de encaje de un trago tan duro como el que le estaba tocando pasar.

Sé que mi aliento le llegaba hasta Italia y bromeábamos con el título de la charla que yo le había adjudicado cuando saliera con bien de toda esa pesadilla: «El hombre que nunca dejó de confiar». Yo rezaba para no perder la confianza, pero esto nunca quise decírselo. De más lo imaginaría, porque no conozco a nadie más consciente de por lo que estaba pasando.

Las bromas se acabaron el 20 de noviembre. «Siento darte este disgusto, pero creo que es justo que lo sepas: me temo que no voy a poder dar la charla “Confianza”». Ahí empezó una Cuaresma que ha acabado en este Gólgota de hoy 2 de enero, crucificado en la cama y traspasado de lancetas y agujas hipodérmicas. Tantos obstáculos como hubo que remover, tantas gestiones como hubo que hacer, tanta gente maravillosa dentro y fuera del periódico que hizo lo que tenía que hacer…

A su vuelta de Italia, nos encontramos en la habitación 703 del Macarena. Ya no eran confidencias, eran confesiones, a solas los dos. Era consciente de lo que tenía por delante, pero ni siquiera eso le hacía saltar las lágrimas. Todas las que él no derramó ese día y los siguientes que nos vimos, me brotan ahora a mí mientras redacto esta semblanza sin atreverme a levantar la cabeza del papel para no ver a sus compañeros de redacción también desconsolados.

Descansa en paz, amigo. La Academia no la incluirá en el diccionario, pero para cuantos nos quedamos sin tu presencia, la palabra «confianza» tiene desde ahora otra acepción que habla de discreción, de humildad, de aceptación, de abandono…

No hay consuelo para el sufrimiento que percibimos como injusto, ni siquiera Job pudo entenderlo. Y en alguien como Antonio, con su juventud, con su alegría de vivir, con su capacidad de aguante, con su resistencia, se nos antoja terriblemente inicuo si no somos capaces de trascenderlo. Eso hago yo ahora, amigo mío, con estas torpes letras que enjareto con el periódico del día encima de la mesa. En la portada, el Señor del Gran Poder. La imagen ante la que tuve la certeza de que me había cruzado con un santo, sin ninguna duda. Antonio, un ejemplo para todos cuantos lo conocimos, mi santo de la mesa de al lado.