Víctima del régimen de los ayatolás: «Mi madre no vio a un abogado hasta un día antes del juicio»
Nahid Taghavi, iraní con pasaporte alemán, lleva más de 850 días en prisión acusada de propaganda. A pesar de su delicado estado de salud, no la atienden. «Solo le dan analgésicos», denuncia su hija
Nahid Taghavi se despidió de su hija con un beso apresurado y rutinario en el aeropuerto de Colonia (Alemania) y regresó a su casa de Teherán, donde suele pasar largas temporadas al tener familia allí. Ninguna de las dos sabía entonces que era la última vez que se iban a ver. Desde el 16 de octubre de 2020, esta arquitecta jubilada de 68 años está recluida en Evin, una prisión iraní inexpugnable —blindada con vallas electrificadas, alambre de espino y un campo de minas— al pie de las montañas Elburz. Nadie avisó a la familia de que había sido detenida, acusada de propaganda contra el régimen. La Guardia Revolucionaria, uno de los pilares de la represión iraní, la encerró en la cárcel y le confiscó su ordenador personal, el teléfono, dinero, libros, fotografías y su pasaporte alemán. Su hermano la buscó durante días hasta que finalmente dio con su terrible paradero.
«Los primeros siete meses fueron espantosos. Estuvo sometida a un régimen de aislamiento. Durante más de 90 días no pudimos hablar con ella ni saber cómo estaba. Ahora está destinada en el pabellón de mujeres y nos permiten llamar por teléfono cinco veces a la semana, pero solo tenemos a nuestra disposición dos o tres minutos», asegura con la voz rota su hija, Mariam Claren. Taghavi es una mujer decidida y con carácter, pero físicamente está muy débil. Sufre problemas de espalda e hipertensión, para la que necesita medicación diaria, y ha desarrollado un principio de diabetes.
Durante el primer año de reclusión sus carceleros le negaron los fármacos que su familia intentó enviarle. Además, cuando la detuvieron tenía prevista una operación por un problema dental que le causa dolor, pero de momento han rechazado llevarla a una clínica. «Tienen algunos médicos dentro de la prisión y a veces han permitido que algún preso salga. Pero a mi madre solo le dan analgésicos», asegura. Con todo, su situación es privilegiada: «Sería un gran escándalo diplomático que un ciudadano alemán muriera en una prisión iraní».
Mientras tanto en Evin los gritos de dolor de los torturados —la mayoría disidentes políticos, periodistas, activistas, empresarios o profesores— siguen retumbando en las paredes. Algunas ONG, Amnistía Internacional entre otras, han documentado métodos como azotes, descargas eléctricas, simulacros de ejecución y ahogamiento, violencia sexual o la ingesta forzada de sustancias químicas. «Las violaciones de derechos humanos en las prisiones de Irán no son episodios aislados, sino un problema sistémico», aseguraba hace unos días en un comunicado Heba Morayef, directora regional de esta ONG para Oriente Medio y el norte de África. En este sentido, las ejecuciones públicas han elevado aún más la preocupación de la comunidad internacional por lo que sucede en el país. El joven Majid Reza Rahnavard, de 23 años, sufrió en sus carnes una de las últimas salvajadas de la ira del régimen de Teherán. El 12 de diciembre murió ahorcado en una grúa en plena calle en la ciudad de Mashad, a unos 900 kilómetros al este de la capital.
Sin un juicio justo
Afortunadamente, Taghavi no está condenada a muerte, pero tampoco ha tenido un juicio justo: «Al principio ni siquiera sabíamos nada de las acusaciones en su contra o de cómo avanzaba el procedimiento. Le preguntaban una y otra vez por cosas de su vida personal y por su activismo durante la época de estudiante. Fue interrogada sin abogado. La primera vez que lo vio fue un día antes del juicio». En agosto de 2021 fue condenada a diez años de prisión por participar en un grupo ilegal de propaganda contra el Estado. «La acusan de conspirar contra la seguridad nacional. Son cargos políticos. Es lo que la República Islámica de Irán hace siempre. Vierten acusaciones arbitrarias de que se hizo propaganda contra el régimen», afirma su hija, que, a pesar de todo, conserva la esperanza. El Gobierno alemán asegura que «está haciendo esfuerzos diplomáticos al más alto nivel», pero de momento no ha visto ningún resultado. «Tengo la suerte de que el suyo sea un caso mediático. Amnistía Internacional y Naciones Unidas han pedido su liberación, pero es complicado», remacha, tras dejar claro que siente que su madre «está en manos del enemigo».
Solo los embajadores europeos de Hungría y Polonia en Teherán asistieron la semana pasada a los actos de conmemoración institucional del aniversario de la República Islámica de Irán, que en 1979 puso fin a 2.500 años de monarquía persa. La ausencia del resto fue un gesto de rechazo a la represión de las protestas.
El asesinato de Mahsa Amini en una comisaría de Policía, donde estaba detenida por llevar mal puesto el velo, sacudió la conciencia del mundo. «Esto sucede todos los días, pero este caso fue un punto de inflexión», expone. Según la ONG iraní activa en el exilio Iran Human Rights, el rostro de la represión deja, de momento, más de 500 muertos y 20.000 detenidos. La estricta vigilancia de los ayatolás ha apagado en cierta manera las protestas, pero la llama de la rabia ha prendido con fuerza en la sociedad. «No piden solo reformas. Directamente dicen: “Muerte al dictador”. Ya no queremos la república islámica. Los que salen a las calles a protestar son muy valientes», asegura Claren. Sobre todo ellas. Son las mujeres —la mayoría por debajo de los 30 años— las que están liderando la resistencia contra la mano de hierro clerical prescindiendo del velo obligatorio al grito de: «¡Mujer, vida y libertad!».