Mi madre es modista. En su juventud aprendió el oficio y no ha dejado de empujar el dedal desde hace décadas. Ha hecho arreglos imposibles; ha creado desde cero vestidos de novia —el mío, entre otros—. Ha adaptado americanas con un giro matemático de tijera. De niña me gustaba sentarme a su lado, en la mesa de la cocina, y observar cómo, tiza en mano, calcaba patrones. Hasta llegué a hacer mis primeros pinitos y alguna falda lleva mi sello. Pero las manos de mi madre tienen magia y esa magia no se hereda; se construye a base de horas de trabajo. Ahora es ella, mi madre, Milagros, la que mira embelesada a otra utilizar las manos. En este caso las de su nieta, que con 5 años ya lleva intrínseco en su ser la capacidad de desbloquear un smartphone. «Ay, la niña, la niña». Dice ella. Con admiración y algo de desconsuelo. «Hija, márcame a la tía, que no sé cómo llegar hasta su número». «Hijo, mira a ver si me puedes borrar los mensajes». Mi madre de las manos mágicas de años de costura no se adapta a las nuevas exigencias. Me tiene a mí. Pero cuántas como ella se quedan incomunicadas por no saber marcar un número. Si hemos regulado la IA en Europa, por qué no reducir también la temible brecha digital.