Hay una típica frase de esas que se repite en el imaginario popular que dice que realmente cuando muere alguien en su dimensión más terrenal —que no en la vida eterna— es cuando dejamos de recordar a esa persona. Lo cuenta magistralmente la película Coco, con el borrado lento pero seguro de quien desaparece en los recuerdos. Por eso yo, especialmente cada 18 de diciembre —en realidad cada día, cuánto te echo de menos, más ahora que nunca— brindo, río y lloro por el día que nació la que fue mi hermana que no era mi hermana, pero me van a mí a hablar de lazos de sangre. Mes y medio más pequeña que yo, mismo pelo, misma risa, misma verborrea incontenida, peleas en el teléfono fijo para contarnos el drama del día, cenas de sopas de letras después de ballet, cama grande para dormir juntas los fines de semana, Dirty Dancing y Mamma Mia una vez al año, patatas fritas con fuet con el mínimo rayo de sol, su anchoíta que la recuerda gracias a las fotos y al constante chorreo de su madre, las hermanas Maradona del barrio, el chaleco más feo de la tienda y cada uno de los detalles de 38 años de vida juntas en la tierra, cuatro vigilándome desde el cielo. Diana, hermana putativa mía, tú nunca serás borrada.