Instagram es adictivo, se sabe. Como todas las redes sociales, ha sido diseñado para robar nuestra atención. Y cumple bien su cometido: yo mismo a veces paso mucho tiempo consumiendo vídeos tontos, vídeos que nunca vería si no tuviera un perfil en Instagram. Uno, el otro día, me dio qué pensar. En este, un hombre predica el Evangelio en un espacio público. Dando voces, exhorta a la conversión cuando de pronto una mujer se coloca a su lado y se pone a lanzar diatribas contra el Gobierno. De modo que las voces de uno se mezclan con las voces de la otra. En un momento dado, el predicador se queja porque la mujer le está robando protagonismo. «Espera que termine lo mío», le dice. Pero ella sigue dando gritos contra los socialistas. Y empieza así una competición absurda por ver quién acapara más atención.
Para cada uno de los dos, su apocalipsis es el más importante. Para cada uno de los dos, el destino del mundo depende de su mensaje. Para cada uno de los dos, los demás tienen que darse cuenta de que ellos tienen la razón.
Viendo el vídeo, me dije que es el ejemplo perfecto de cómo cada uno de nosotros vive esclavo de un relato mental. Y pensé, por las fechas en las que estamos, que eso mismo es lo que pasa en las cenas navideñas. Cenas en la que se evidencia la naturaleza monologuista del ser humano. Da igual lo que se hable, que cada uno volverá a casa con su relato y teniendo la razón. Las redes sociales son otro ejemplo. Cada perfil es una jaula ideológica. Cada perfil es un predicador. Un discurso que acaba confundiéndose con el discurso del otro en el mercado de las opiniones. En el mercado de las creencias. En el mercado de las verdades.
Pero volviendo a la cena de Navidad, en ella se pone a prueba nuestro umbral de tolerancia. Porque todos somos muy tolerantes en abstracto, cuando hay una pancarta, pero esa tolerancia deja mucho que desear en el terreno práctico, cuando se trata de convivir unas horas con alguien que no piensa como nosotros al lado. Por eso me he propuesto, como medida cautelar, no decir lo que pienso ni manifestar mis opiniones sobre ningún tema, ya sea político o religioso, que suelen ser los más delicados. Comer alegremente, beber alegremente: este es mi plan. Callar al predicador que tengo dentro de la cabeza y que incansablemente busca adeptos.
Os lo digo en serio, una vez me callé en la cena de Navidad. Hice el experimento. No solo bebí más y mejor, sino que todos al final querían saber mi opinión. Es decir, lo que muchas veces intenté conseguir hablando por los codos, lo logré callándome. El silencio es mucho más atractivo. ¿Quieres ser más sexy? Cállate. Eso diría si fuera yo un coach del amor.
En un mundo donde todos quieren ser escuchados, no hay mayor atractivo que callarse, ceder protagonismo y disfrutar de los entremeses. Nunca entendí a los que quieren las primeras filas en la sala de cine o en los conciertos. Siempre encuentro mejor la parte de atrás, donde nadie puede verte. Cállate: este es mi consejo para las navidades, aunque se extiende a cualquier época del año. Haz la prueba y verás qué resultado. Te darás cuenta de lo ligera que se vuelve la vida cuando uno deja de darse tanta importancia a sí mismo.