Hace poco leía en internet una pequeña historia. Hablaba sobre unos padres que llevaban a su hijo al circo. Los menores de cuatro años no pagaban. El hijo acababa de cumplirlos, y el padre pagó religiosamente. Al salir de la taquilla, la madre le hacía el siguiente comentario: «Podías haber dicho que nuestro hijo no había cumplido aún los años, y nadie se hubiera enterado». El padre respondía: «Se hubiera enterado nuestro hijo».
La historia me dio qué pensar. ¿Quién se puede resistir a la posibilidad de ahorrarse unos euros, de forma limpia y discreta? Nadie se daría cuenta: nuestros hijos nunca dicen nada; las edades, meses arriba, meses abajo, son siempre muy difusas, y nosotros tenemos la posibilidad de ir a cualquier actividad ahorrándonos un pequeño porcentaje. Podría parecer incluso un alarde de rapidez mental, de habilidad: «Qué listo soy, que he entrado por menos que los demás». Y tan tranquilos nos quedamos, pensando que hemos hecho un favor a la economía familiar. Pero ¿qué les hemos mostrado a nuestros hijos? Es una cuestión de prioridades: el dinero, frente a todo lo demás –educación, respeto, dignidad…–.
El otro día, llevé a mis hijas a una feria local para niños. Los castillos hinchables, inmensos, hacían las delicias de cientos de niños que corrían y gritaban enloquecidos por el recinto. Cada castillo hinchable, dotado con unos toboganes gigantescos, tenía a un joven cuidador que, además de controlar el tiempo de cada turno, estaba atento a cualquier percance y procuraba que los niños estuvieran dentro de la edad permitida: entre los cuatro y los 10 años.
Pues bien, presencié dos escenas a las que no daba crédito. La primera tuvo como protagonista a un papá con gemelos. Los niños, con pañales, estaba claro que no llegaban a los cuatro años. Al llegar su turno, el chaval encargado le preguntó a su padre qué edad tenían los niños. El padre contestó, visiblemente molesto, que cuatro. El joven puso cara de extrañeza y uno de los niños se dio la vuelta, mirando hacia su padre y, con lágrimas en los ojos, le dijo: «Pero papá, si tengo tres…». El padre le hizo una señal para que se callara y, efectivamente, los niños se subieron y en seguida se perdieron entre la marabunta que saltaba desaforada sobre el castillo.
Al poco rato, una madre intentó que se subiera su hija, con pañales y chupete, para más detalle. El joven se vio en la obligación de comentarle a la madre que los niños tenían que tener cuatro años o más. Lejos de darse la vuelta y buscar otra atracción más adecuada para su hija, la madre se enfrentó al joven y le dijo: «Pues en el castillo de al lado la han dejado subir». La discusión se hizo desagradable y a mí me quedó una sensación amarga.
No es mi intención poner en tela de juicio el amor y el cuidado de estos padres. No se trata de eso. Se trata de pararnos a pensar qué estamos haciendo; qué valores priman entre nosotros y quién nos ha metido en la cabeza que es más listo el que mejor se la cuela a los demás; pensar por qué nos olvidamos de que hay pequeñas personas observándonos a cada momento, aprendiendo de cada palabra y cada gesto; y, sobre todo, cuándo olvidamos que vivimos en sociedad y que cada uno somos responsables de que ésta sea cívica, respetuosa y responsable.