(Pequeñas) misioneras - Alfa y Omega

Cuando pienso en una misionera, me viene a la mente la imagen de una mujer de unos cincuenta o sesenta años, pequeñísima, delgada y siempre corriendo de un lado para otro. Me viene a la mente de esa manera porque es lo que he conocido hasta ahora. Por algún motivo conozco a pocas religiosas muy altas, y las que se van a la misión deben de mermar allí, porque nunca pasan del metro cincuenta.

También tienen en común una fortaleza fuera de lo normal, y cierta alegría pero siempre sin muchas contemplaciones. Los que llegamos a territorios de misión, por mucho que vayamos a ayudar y a entregarnos por completo, no dejamos nunca de ser turistas de ONG, con muy buena voluntad, pero con billete de vuelta en el bolsillo. Sufrimos, reímos, nos horrorizamos, escandalizamos y enternecemos. Todo lo palpamos en nuestras carnes, y lo hacemos de todo corazón, pero en nuestro fuero interno sabemos que se trata de experiencias inolvidables que algún día contaremos a nuestros nietos.

Pero ellas se quedan allí años y años. A veces, toda una vida, y acaban queriendo morir allí. Viven en lugares sencillos, pero dignos: pequeños oasis con las flores cuidadas, los cacharros lavados y el agua potabilizada. Ponen un pie fuera de sus misiones y la miseria llega hasta ellos como oleadas en una tempestad. En ocasiones, han de trabajarse la confianza de la gente, y esto puede llevarles años. En otras ocasiones, serán testigos forzosos de situaciones terriblemente injustas, y se verán expuestas a granjearse una reputación de persona non grata que les perseguirá por el resto de sus vidas. He conocido a misioneras a quienes les han hecho vudú, misioneras amenazadas de muerte; misioneras que, ante un asalto a la misión, se han protegido con… un silbato! Misioneras rescatando a niños del fuego y sorteando inmensas deposiciones de hipopótamo, para no coger el cólera. Situaciones a veces tremendas, y otras veces, sencillamente, increíbles.

Acaba de celebrarse el Domund y no puedo evitar acordarme de las pequeñas y consumidas misioneras que he conocido. En el primer mundo, está permitido tolerar a los misioneros, y se puede hasta admirarles, pero nadie parece pararse a pensar por qué rayos son capaces de soportar una vida como aquella.

La madre Covadonga, religiosa dominica de la Anunciata, asturiana y auténtica personalidad pública en Ayacucho (Perú), donde lleva viviendo 40 años, explica con gracia, pero con gran profundidad, que, siendo aún una niña, escuchó que una voz le decía al oído con claridad: Vete lejos. Y no tuvo paz hasta que no se fue a la Misión. Esta voz le ha acompañado durante el resto de su vida. Ella respondió a aquella llamada, y el resto de misioneras ha hecho lo mismo. ¿Cómo si no? «Ni por todo el oro del mundo», decía la Madre Teresa de Calcuta, sería capaz de tener esa vida, si no fuera respondiendo a esa profunda llamada. Gracias a esa respuesta generosa no abandonan. Y no sólo eso, sino que también encuentran una paz y una plenitud sólo propia de quien sabe que hace lo que tiene que hacer, y está donde debe estar.