Los jóvenes Emilio Williams (España S. L. una farsa contra la clase política) y Rocío García dirigen este espectáculo, Medea Vindicada, a saber, un monólogo simplón, que pretende traducir al lenguaje contemporáneo las pasiones que podría destapar el clásico de Eurípides, y en su lugar, la adaptación —que corre a cargo de Williams— resulta una ocasión espléndida para arremeter contra la cultura en España del modo más pueril y fútil, además de otros latiguillos, valiéndose de torpes tópicos, a su vez introducidos en el texto con calzador.
Más de 2.400 años después del estreno del clásico de Eurípides, Medea presenta por fin, y sin censura, su lado de la historia. En este delirante monólogo, Medea comparte con el público la verdad sobre su caso: desde las imprudencias sexuales de su marido, Jasón, hasta el asfixiante ambiente misógino y xenófobo de Corinto.
«No se rían, que esto es muy serio», es el lema estrella que a menudo repite la joven actriz protagonista del espectáculo, Débora Izaguirre (El tiempo y los Conway), que con sobrado desparpajo —ataviada sólo con una sobria túnica azul celeste, otros adornos dorados cosidos en los hombros, diadema en la cabeza y sandalias, cual personaje extraído de cualquier tragedia griega— y sirviéndose apenas de un sillón griego como único elemento escenográfico, parodia a Medea de modo tosco, infantil, abusivo del chiste gratuito para traer a los tiempos actuales al feminismo más rancio y hortera, y como excusa para poner, como no digan dueñas, a todo lo que se ponga por delante.
Eso sí, como actriz, Izaguirre no deja dudas sobre sus dotes actorales al desplegar todo su arsenal interpretativo, incluso representa —también con aire de parodia— otros tres papeles en el espectáculo, conecta con el público enseguida, pero termina por cansar, puesto que en el fondo lo que logra es el ridículo a cuentas de insistir al imitar lo ajeno, sin personalidad ni nexos coherentes ni suficientes para retornar a la trama principal.
Veamos algunos de estos lindos ejemplos —que se vomitan con naturalidad y a carcajada limpia en la historia— que se destapan durante los 60 minutos que dura la función: «Si los curas supieran que podrían quedarse embarazados no le pondrían tantas pegas a la prohibición del condón». También hubo palos para el ministro Wert, que resultó acuchillado por Medea-Débora —a cuentas de la catarsis, naturalmente— por promocionar la cultura según gustos: «Van en plan progre diciendo que van a promocionar a los directores jóvenes, pero sólo promocionan a quienes ellos quieren». «¿Por qué La Casa de Bernarda Alba siempre está patrocinada y cada año se representa en Madrid sin problemas?», «¿no tendrán ustedes un sobrecito para mí?», «¿qué es lo que tengo que hacer para actuar en un teatro de verdad?».
Vistos los mimbres y el tono barriobajero del libreto —nítido insulto al intelecto humano— hago mías las palabras de Medea: “No se rían, que esto es muy serio”. En efecto, si el propósito de este chascarrillo, revestido de experimento —que incomprensiblemente recibió el año pasado en Nueva York en su versión inglesa el Premio al Mejor Espectáculo Internacional— que además lleva tres años rodándose por los mundos de Dios, consiste en divertir, Williams ha fracasado; si se trata de acercarnos de modo directo a la figura de Medea, Williams también ha fracasado; si la finalidad última es reunir una serie de situaciones grotescas, traídas sin justificación a la escena para que el espectador se ría de ellas, Williams también ha fracasado. ¿Entonces?
La historia dramatizada de Medea está aún sin representarse en Madrid. Ahí Williams triunfa, porque su adaptación obliga a revisar con harto interés el clásico de Eurípides para saber exactamente de qué va. Y cuanto antes mejor.
★☆☆☆☆
Calle San Cosme y San Damián, 3
Antón Martín
ESPECTÁCULO FINALIZADO