Un exsoldado nicaragüense se confiesa: «Me niego a masacrar a mi gente»
No podemos dar su nombre por una cuestión de seguridad, pero esta española anónima ha viajado a Nicaragua y ha hablado con Álex, un militar cristiano que se retiró de filas justo antes de que empezase la represión
Álex (nombre ficticio) se sienta en la pila de lavar la ropa y clava sus profundos ojos sobre mí. Me empieza a hablar sobre él, sobre sus inicios en el Ejército nicaragüense y sobre su profesión de mecánico. Hace unos años pertenecía a la Contrainteligencia Militar Nicaragüense. Se ofrece a enseñarnos su cédula de cuando pertenecía a las Fuerzas Armadas. Gracias a sus contactos supo que pronto estallaría una revuelta popular. Y así fue. En 2018 el pueblo nicaragüense se levantó. Jóvenes y estudiantes se manifestaron contra la administración del Gobierno de Ortega y Murillo. Cientos de muertos. En plena calle. A balazos. Sumados a los más de 100.000 exiliados, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Actualmente Nicaragua es un país altamente militarizado; la represión del 2018, que obedecía órdenes desde arriba, junto a los controles constantes de la Policía en las calles, han ido moldeando una sociedad sumida en el miedo, la desconfianza, las amenazas.
Álex quiso anticiparse y presentó la renuncia al Ejército con la antelación suficiente para que las manifestaciones no le pillaran con un arma en la mano. «Me niego a pertenecer a un grupo armado y masacrar a mi propia gente», me dice. Es un hombre fuerte, servicial, con un aire de bondad que hace que mirarle a los ojos no sea incómodo.
Cierro los ojos y, en la selva nicaragüense, me es prácticamente imposible descifrar todos los sonidos que escucho. Los monos congos, la infinidad de aves y el viento azotando el jocote hacen que me sumerja en una vorágine de estímulos difícil de concretar. Una espesura de vegetación imperfecta y salvaje cubre el horizonte, y, mientras, Álex sigue hablando: «Aquí, si no quieres meterte en líos, no hables; mira para abajo, no cuestiones nada y todo seguirá tranquilo. Como toda esta selva que nos rodea y sigue su curso. Pero que sepas que ese no es el país real, intentan ocultar la Nicaragua de verdad». Y tiene razón. La Nicaragua del totalitarismo de Ortega y Murillo reprime todo lo que venga de fuera de su burbuja y vende un país pacífico y aparentemente libre. Olvidando la Nicaragua de las casas de plástico que se llevan las riadas cada vez que llueve, la del hambre, la del desempleo, la de los desplazados por las barbaridades ambientales, la de los pequeños empresarios cuyos negocios han sido expropiados, la de la prostitución y los amenazados de muerte. La de los heridos por mortero, como el propio Álex.
Me confiesa, no solo que es cristiano, sino que ama a la Iglesia y que sufre por el trato que el matrimonio gobernante le inflige. Sin lugar a dudas es la institución más atacada, perseguida y difamada. Ortega pasó de tener sacerdotes como ministros a ver constantemente en la Iglesia un potencial enemigo capaz de despertar conciencias. Ve una amenaza en la red de parroquias, religiosos, asociaciones laicales… en la fuerza de su mensaje, en su carisma, en la fidelidad de sus miembros, pero, sobre todo, en la oración. Todo eso le preocupa desde que, en 2018, las parroquias abrieron sus puertas para acoger a los manifestantes que huían de la represión policial y que los hospitales tenían prohibido atender. Por eso persigue y expulsa «como si fueran delincuentes» a tantas religiosas de diversas congregaciones que asisten a los necesitados. En todo este tiempo la Iglesia se ha ido acostumbrando a organizarse sin llamar la atención, a un lenguaje encriptado, propio de tiempos de persecución. Sienten la solidaridad de la Iglesia universal, cierto, y tienen una cosa clara: los poderes políticos pasarán, pero la Iglesia goza de más siglos que cualquier Estado.
¿Qué posibilidades reales hay de que cambien las cosas? De momento Álex no quiere hablar de eso. Lo desea demasiado como para decirlo en voz alta. Sin embargo, sus ojos y la expresión de su cara hablan. Y, después de pensárselo mucho, me dice susurrando: «Habrá un golpe de Estado desde dentro de su propio partido». Me quedo en silencio. «Ortega está muy enfermo y los sandinistas no quieren a Rosario. La detestan».
Miro al cielo y veo que se está nublando. Lo que amanecía como un día soleado termina con predicción de tormenta tropical. Así, de repente, sin avisar. El país de los cambios insospechados.
No sé si Álex pensó en las consecuencias antes de retirarse del Ejército. Pero con esa decisión no ha alcanzado la vida que quería. Cada semana le llaman altos cargos para pedirle que se vuelva a incorporar a las filas. «Me dicen que me necesitan, que me meta en una guerrilla paramilitar y vuelva a ofrecer servicio. Pero yo me niego. No pienso como ellos. Precisamente en el 2018 me arrojaron un mortero que me rozó el brazo [me enseña la herida]. Si me hubiera dado, el hueso se hubiera partido en tres y habría salido disparado». Después del mortero «me quedé inconsciente en la carretera y unos compañeros me llevaron por un camino en la montaña hasta llegar a una casa de seguridad donde me recuperé».
Álex me dice que tiene miedo por los suyos. «Yo no tendría problema en ir de ilegal a otro país, como Estados Unidos, pero no podría involucrar a mi familia en eso. No soportaría que les pasara algo. Que me hagan a mí lo que quieran, tengo arrojo y ganas, pero a ellos no…». Y vuelve a mirar hacia abajo.
Me habla de presión internacional por parte de otros gobiernos, de sus posibilidades para escapar, de que tiene miedo de lo que le pueda pasar. De que teme por su vida. Y ahí es él quien me sostiene la mirada.