«Hola, soy el padre Jorge», es el saludo típico de una persona que llama por teléfono desde Roma a sus viejos amigos. «Pero padre, me diréis…», es la expresión que he oído varias veces a un hombre vestido de blanco que, de vez en cuando, dice sonriendo: «¡Me gusta ser cura!».
Lo ha sido durante medio siglo. Este viernes, 13 de diciembre, celebra las bodas de oro sacerdotales en su capilla, a punto de cumplir 83 años.
Se nota que le gusta ser cura en el modo de saludar a los enfermos cada miércoles. En el número de visitas a hospitales, asilos, cárceles o parroquias cada mes. En su costumbre de escuchar, cada viernes, a hombres y mujeres que sufrieron abusos sexuales por parte de sacerdotes cuando eran menores de edad.
También en la espiritualidad de la breve homilía de la Misa de siete de la mañana en su capilla. En el tiempo que dedica a escuchar confesiones cuando visita parroquias de Roma. En cómo predica en las misas para niños. En sus cartas y llamadas telefónicas a personas que necesitan ayuda…
He disfrutado cada vez que Francisco dice a obispos o a párrocos: «Yo no me ordené para ser obispo, sino para ser cura. Esa fue mi vocación».
La recibió, inesperadamente, el 21 de septiembre de 1953, comienzo de la primavera en Buenos Aires y fiesta de san Mateo. Sin saber muy bien por qué, entró en la iglesia de su barrio y se confesó con un sacerdote desconocido. Descubrió que Dios le había escogido, pues «eso es la experiencia religiosa: el estupor de encontrase con alguien que te está esperando».
Después vinieron la alegría de su padre, el disgusto de su madre, la marcha al seminario, la entrada en el noviciado de los jesuitas… Hasta llegar a aquella plegaria escrita en vísperas de su ordenación sacerdotal el 13 de diciembre de 1969: «Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor…».
El pasado 4 de agosto, el Papa escribió una carta a todos los sacerdotes en el 160 aniversario del fallecimiento del cura de Ars. Por propia experiencia, aseguraba: «Nada urge tanto como esto: proximidad, cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano sufriente», llevando «una vida austera y sencilla, sin aceptar privilegios que no tienen sabor a Evangelio».