La pandemia de la COVID-19 ha intensificado la precariedad laboral que desde la Iniciativa de Iglesia por el Trabajo Decente (ITD) venimos denunciando desde el año 2013. Los últimos datos del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) son alarmantes. Marzo de 2021 concluye con 3,95 millones de personas desempleadas. (57,7 % mujeres y 42,3 % hombres). En ella no se reflejan las 743.628 personas protegidas por el Expediente Temporal de Regulación de Empleo (ERTE), y que tras la finalización del Estado de alarma se quedan en una situación vulnerable e incierta. No solo son cifras en un papel, sino proyectos de vidas truncados, aplazados e incluso rotos. Es una realidad que el desempleo no afecta a todas las personas por igual. No se puede comparar una situación con otra; por eso, debemos reconocer y valorar la dignidad y circunstancia de cada persona.
Si observamos los datos desde una mirada crítica y con la premisa de que cada persona es única en su circunstancia, nos encontramos lo siguiente: el 9,10 % (382.302) son jóvenes menores de 25 años, la mayoría en búsqueda de su primer empleo. Quieren su juventud pero no su inexperiencia laboral, de la cual este sistema se aprovecha y los sumerge dentro de una precariedad constante.
En general, estamos ante una juventud precarizada que encadena contratos temporales, obligada a firmar una jornada parcial aunque haga el doble de horas. Parece que por el hecho de ser jóvenes se han de conformar con cualquier condición o trabajo con el fin de poder obtener experiencia como si de un favor se tratase. La pandemia ha intensificado la edad media de emancipación juvenil, que ahora se encuentra entre los 29-30 años.
Si nos situamos entre los 30 y 44 años descubrimos a 1.269.391 personas inscritas como demandantes de empleo. Personas que a priori pueden tener trayectorias laborales más estables, pero preocupadas constantemente por una posible pérdida del empleo. También nos visibiliza a 1.940.154 personas mayores de 45 años en situación de desempleo, en muchas ocasiones de larga duración, deteriorando su capital humano y dones, al encontrar dificultades de acceso a un mundo del trabajo en el que este deja de ser humano, medio para crear y realizarnos como hijas e hijos de Dios.
Vivimos en una sociedad donde la productividad y rentabilidad económica quita la dignidad tanto a la persona como al trabajo. Al reducir el trabajo simplemente a un empleo —en su mayoría precario—, se pierde el verdadero sentido del ser y hacer. Este descarte provoca deshumanización, empobrecimiento y desigualdad, porque se pone en el centro el beneficio antes que a la persona y su dignidad.
Desde ITD reivindicamos el trabajo como expresión de amor y entrega a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Es una apuesta por crear comunidad, pues el trabajo siempre lo hacemos para otras y con otras personas.
Necesitamos trabajos estables con salarios dignos para poder construir proyectos de vida familiares y personales sólidos a medio y largo plazo. La vida que estamos llamados a promover y defender no es un concepto abstracto, sino que se manifiesta siempre en una persona, no son cifras, son familiares, amigas, compañeras, vecinas… Es Belén, Patricia, Olegario, Fran, Urbez, Carmen, Leire, Rafa, Arantza, etc. Unámonos todos. ¡Ahora más que nunca, trabajo decente!