¿Por dónde empezar? ¿Cómo saltar del precipicio sin temer el golpe en la caída? Porque, precisamente, esta obra es más que un salto sin paracaídas, es algo así como un suicidio estético donde entran en juego desde la fragilidad de la existencia, el dolor a la diferencia, el gusto por lo escatológico y la desidia. Veamos…
Antes que nada, hay que advertir que a este espectáculo no se puede ir con el ánimo templado. El mismo personaje lo adelanta, Una advertencia, sin embargo: mi relato sembrará perturbación y angustia. Y yo me atrevería a añadir «hastío». Pero no me malinterpreten, no quiero que lo sientan como el tedio y la desgana, sino como la presencia de algo que agota.
Para que nos entendamos, Marranadas nos cuenta la historia de una esteticista que de la noche a la mañana se convierte en una cerda. Y cuando digo cerda, me refiero a que esa metamorfosis sucede en cuerpo y hábitos (como esa amable costumbre que tienen muchos chanchos de bañarse en los charcos, comer del cubo de la basura y hasta de oler a cuadra). Sí, nuestra mujer, que nunca ha dejado de pensar como mujer, ha mutado y con ello se ha dado paso al universo que la rodea y que asiste sin un ápice de compasión a lo que podríamos denominar «metáfora entre el animal y lo humano». Una pieza teatral donde por momentos veía deambular a los inquilinos de la granja de George Orwell y hasta al propio Gregorio Samsa y su maltrecha metamorfosis que Kafka supo elevar a la categoría de obra espléndida. El caso es que no sé por qué, a mí, me faltó ese algo que hace que todo lo que Alfredo Arias quiere contar se quede cojo.
Vamos a ver, yo sé que la obra sale de las páginas de la novela homónima de Marie Darrieussecq (por qué no decirlo, todo un éxito editorial a su salida al mercado allá por el año 1996). Es más, también ella ha participado junto con Gonzalo Demaría y el propio Alfredo Arias en la adaptación teatral. El problema es que yo sentí que no estaba del todo resuelta, o que algo fallaba; pero no se consiguió en ningún momento esa magia escénica que se necesita para no caer en un monólogo que duele. Por otra parte, tampoco sería justo que no mencionara el trabajo que supone para Alfredo Arias interpretar a uno y muchos personajes a la vez; lástima que sonaran parecido… Las caretas cobran protagonismo y hasta molestan, pero eso está más que justificado y te permiten seguir de la mano esta fábula. ¿Y nuestra Terremoto de Alcorcón? Pepa Charro lo borda. Es grato ver cómo escapa de los registros a los que nos tiene acostumbrados y se mete en la piel de quien será una cerda, pero eso sí, con un buen corazón. ¡Bravo Pepa!
Fíjense: el tema promete; está a medio camino de ser una perfomance en toda regla (no lo he comentado antes, pero entre acto y acto se proyectan escenas que se quedan grabadas en la retina y más allá); a los actores les avala una prolífica carrera profesional, pero es que además lo hacen bien. El espacio, digno. La imaginería, espléndida… No sé, todavía sigo pensando en qué es lo que falla.
Creo que sé la respuesta. No me atrevo a mencionarla porque es una humilde opinión y no conduce a nada bueno esto de no regalar piropos; ya me entienden. Sólo quédense con la idea de que somos parte de ese mundo que no ve con buenos ojos al que es diferente. Quizá sea por eso por lo que la pobre mujer muta hasta volverse primaria, animal. Quédense también con una frase desgarradora del comienzo: La pocilga de la sociedad me contagió. Y usted, ¿está a salvo?
★☆☆☆☆
Matadero Madrid. Naves del Español
Paseo de la Chopera, 14
Legazpi
OBRA FINALIZADA