España, en varias de sus ciudades y pronto en otras nuevas, tiene el privilegio de acoger la obra en mosaico del padre jesuita Marko I. Rupnik y del taller de arte del Centro Aletti. Rupnik se inició en las vanguardias del arte contemporáneo donde el ego del artista se erige como centro. Su encuentro con su padre espiritual, Tomaš Špidlík, el estudio de Ivanov —precursor de la poesía simbólica rusa— y el conocimiento del arte paleocristiano hicieron que cayera en la cuenta de que el arte es un servicio. Surgió en él una necesidad de descubrir el arte como servicio a la sabiduría de la vida y, por tanto, como comunicación de esos misterios de la vida que ayudan a vivir de modo que la vida no se volatilice, sino que permanezca.
Durante una Pascua tuvo una visión clara de que el principio creativo es la caridad. Comenzó a tener en cuenta a los otros, sin afirmar su voluntad: solo liberando en el mundo la voluntad del Creador que ya está en todo lo que existe. Esto implicó concebir su vocación de artista como ascesis. Aprendió a no imponer su visión, sino a descubrirla en el mundo, en los otros, en la historia.
La ejecución artística se convirtió en una nueva forma de vivir. La belleza verdadera no era cosmética ni romanticismo, ni idealismo. El principio de la belleza era la atracción, la fascinación, no la demostración, no una argumentación aplastante. Y esto no en solitario, individualmente, sino en la comunión de las personas, reflejo de la comunión trinitaria, en la Iglesia. Florensky decía que la verdad revelada es el amor y el amor realizado es la belleza. La belleza es, pues, el mundo de la comunión, donde las realidades se reclaman recíprocamente y unas se abren a las otras.
Por eso dice también Florensky que la Iglesia es la suprema belleza que podemos contemplar porque es la comunidad, la comunión. La comunión se realiza mediante el sacrificio. El verdadero sacrificio solo es posible como un acto de renuncia libre a causa de un amor fuerte. Esto es la Pascua. Sabemos que, desde Cristo en adelante, ya no hay templos. El templo es Cristo y la Iglesia somos nosotros. Los edificios son reflejo de nosotros como Iglesia. «¿Cómo somos nosotros en tanto que Iglesia?».
De ahí que una Iglesia sin arte es una Iglesia aburrida. Para la evangelización del mundo contemporáneo es importante el principio estético de la Iglesia, es decir, la vida de la Iglesia como la fascinación que atrae, que conmueve a causa del estilo de la vida. Esto crea en torno a la Iglesia una sana simpatía y no temores, miedos y conflictos. Así se afirma el principio de la libre adhesión. El principio de la evangelización es la atracción, la belleza, que no es un principio violento, ni un principio argumentativo. La belleza atrae y, si uno se deja atraer, le llevará por los caminos de la sabiduría y se revelará tal como la amada al amado en el Cantar de los Cantares. Este es el principio estético: quien se deja fascinar es introducido en las estancias de la sabiduría.
Como el problema grave de la época contemporánea es la objetividad, Rupnik ha descubierto la materia como una ayuda de Dios para la maduración de las personas, porque la materia tiene su «voluntad»: aunque se consiga plegar a todas las personas a la propia voluntad y lograr un triunfo egoísta, aun así la piedra se resiste. El artista querría que la piedra se partiese de un modo, pero después de haber partido cientos de piedras y de que ninguna se haya partido como él querría, tira el martillo y la piedra, y se refugia en el mundo virtual: auriculares, ordenador… Esta es la disyuntiva del arte contemporáneo: la vuelta a la tradición, es decir, a la materia, o el refugio en lo virtual.
Rupnik y sus artistas tocan las piedras con amor. Al comenzar un trabajo, hacen siempre una oración, celebran la Misa todas las mañanas, pidiendo al Padre que les regale el Espíritu Santo para que les dé el amor, ya que el amor es la única fuente creadora. Invocar a Dios es morir a uno mismo: morir a algo de la propia voluntad asegura que se está en el amor. Los artistas rezan para obtener el amor porque así están seguros de tocar la materia en el punto justo. Así, la materia cantará en sus manos: una obra de arte en piedra y esmalte, materia dura, de la que emerge energía, vida, dinamismo, vitalidad no desordenada o instintiva sino ritmada, orientada, con sentido, sonora. Orientada hacia la convergencia de las personas, del cielo y de la tierra, en un encuentro que se transforma en espacio de amor, de comunión.
Todo converge en Cristo: cada pared, cada figura, cada rostro. Con palabras de Rupnik: «Para conseguir que surja un espacio litúrgico de la transfiguración del mundo y de la historia en la convergencia hacia Cristo de todos los personajes representados en un mosaico, las figuras se concentran en la mirada. La mirada es el rostro, y el rostro es la expresión personal: es la victoria de la comunión».