Malas víctimas - Alfa y Omega

El 18 de agosto de 2024 Mateo, un niño de 11 años, murió apuñalado a manos de un desconocido encapuchado mientras jugaba al fútbol con sus amigos en un pequeño pueblo de Toledo, Mocejón. Rápidamente, de manera sorprendentemente muy bien coordinada, muchas cuentas de redes sociales de significación o vinculadas a ámbitos de la derecha alternativa (altrigth, en terminología anglosajona), empezaron a esparcir el bulo, amplificado por los pseudo-medios afines, de que el culpable era algún joven inmigrante (jovenlandés, en la jerga altrightiana patria), probablemente de origen magrebí, suposición que se basaba en el dato (cierto) de que en Mocejón existe un centro de acogida de menores extranjeros no acompañados, o MENA. 

La familia del niño, como es usual y razonable en estos casos, decidió designar a un portavoz. Para dicha labor se ofreció voluntario Asell Sánchez, primo hermano de la víctima, ya que tiene experiencia como comunicador, derivada de su trabajo como periodista para TRECE y otros medios, algunos vinculados con la actividad misionera de la Iglesia en África. Ante la tremenda avalancha de bulos y afirmaciones no contrastadas sobre la autoría del crimen, la familia del pequeño Mateo, a través de Asell Sánchez, emitió la siguiente declaración: «Nosotros, la familia, no tenemos sospecha de quién puede ser, y por eso no queremos que se criminalice a nadie por la etnia, por la raza, por el color, por su creencia. Están saliendo muchos bulos, mucha desinformación. Queremos que se deje trabajar la Guardia Civil y que cuando la Guardia Civil tenga a este indeseable, que nos diga: “es este”. Independientemente de dónde venga, de quién sea, no lo sabemos. Entonces, sí que pedimos mucha prudencia y que no se criminalice a nadie, porque son momentos muy duros los que está pasando mi familia».

Estas palabras desataron la ira de los activistas de la altright, que la dirigieron con especial saña contra el portavoz de la familia. «A mí lo que me asustó fue cuando me amenazaron de muerte. Me dijeron: “Vamos a por ti, hijo de puta; sabemos dónde vives”», declaró Asell Sánchez. Yo lo viví en directo, fui testigo de ello en la red social X y a través de mensajes que me llegaron en grupos de WhatsApp de mucha gente que, manipulada y enajenada por profesionales de las fake news, hizo correr como la pólvora todas las calumnias que se diseñaron y dirigieron de manera orquestada contra el primo de la víctima. Así, según la implacable lógica de los acusadores, la familia de Mateo, y en concreto Asell Sánchez, al negarse a acusar prima facie a los MENA, se convirtieron —en un demencial giro de los acontecimientos— en cómplices del crimen, al encubrir voluntariamente, haciéndole el juego al Gobierno y los medios progres, la realidad de la violencia congénita a los jóvenes magrebíes, introducidos en España y mantenidos con dinero público por las élites globalistas para acabar con el modo de vida tradicional de Occidente.

Da exactamente lo mismo que a los pocos días se descubriera la identidad del autor del apuñalamiento, un joven del pueblo —español de origen— con graves problemas psiquiátricos, o que se supiera que la familia estaba al tanto del estado de las investigaciones de la Guardia Civil y que no quería dar pistas de por dónde iban aquellas. Da lo mismo, porque la finalidad de los activistas de la derecha alternativa no estaba encaminada a apoyar a la familia o ayudar a esclarecer el crimen, sino en usar el su dolor y sufrimiento, y la lógica conmoción generada en la opinión pública, como combustible para alimentar un discurso ideológico prefabricado, y si para conseguir dicho objetivo había que aplastar a la propia familia de la víctima, bienvenido sea. Como decía Caifás, «es mejor que muera un solo hombre por el pueblo y no que sea destruida toda la nación».

Esta vil estrategia es heredera de la que hace diez años introdujo la izquierda antisistema en España de la mano del eslógan Lo personal es político, asumido ahora por la derecha alternativa nacional, que ha empezado a aplicar lo que históricamente solo hacía la izquierda radical. Según este marco mental, las víctimas deben subordinar su dolor al interés superior de una causa más noble; de tal forma que, si se negaran a poner su sufrimiento al servicio del relato ideológico de marras, no solo perderían tal estatus de víctimas, sino que ellas mismas se convertirían en cómplices de la injusticia estructural. En lenguaje marxista, se «lumpenizarían» y podrían ser, por lo tanto, objeto de una legítima y necesaria repulsa por parte de la minoría de los concienciados. 

«Donde hay dolor, hay terreno sagrado», decía Oscar Wilde en De profundis, durísimo testimonio de su estancia en prisión. Delante del sufrimiento de los inocentes, la única respuesta humana es descalzarse y permanecer en silencio. Exigir tal o cual comportamiento a una víctima, incluso el que nunca deje de serlo, en nombre del ideal que sea, es un asqueroso acto de presunción y violencia y debería servirnos a todos como señal de aviso para detectar la verdadera catadura moral de tantos salvapatrias de pacotilla que pretenden hacer su agosto a costa del dolor ajeno.