Cogimos el autobús. Ya había anochecido. Pregunto el nombre de la parada. Habló de su madre. Lo hacía muy a menudo. La adora. Dice que preferiría no ver a pensar que le pudiese pasar algo malo.
—Ella estaría contenta. Voy a empezar un curso de soldador.
—Seguro que sí.
Nos callamos y miramos por la ventana. Luna llena.
Llegamos a la nave donde impartían la formación. Era el primer día. Estaba muy agradecido por la oportunidad. Se lo dijo a la persona que estaba en la puerta. Saludó a todos los que se encontró antes de llegar al aula. Les daba la mano y las gracias. Ellos sonreían algo asombrados. En Guinea, su país natal, había trabajado como soldador desde los 13 años.
Dos semanas después comenzaron la parte práctica. El profesor le preguntó si sabía algo. Él lo negó. Tras verle trabajar se dio cuenta de que se manejaba muy bien. No parecía un principiante. Volvió a insistirle sobre sus conocimientos. Pero le respondía lo mismo. Lo contaba muy serio, abriendo los ojos.
—¿Por qué no le dijiste la verdad?, le pregunté algo extrañada.
—No está bien ir a un curso y saber.
—Bueno, así el profesor conoce tu nivel y te puede enseñar más.
—Si digo lo que sé, ya no me lo explicará todo. Y quizá haya aspectos que no conozca. Pero nunca me los dirá, pensando que ya lo he visto. Para aprender debes pensar que no se sabes nada. Atender como si fuese la primera vez.
Me miró fijamente.
—¡No está bien decir que ya lo has estudiado! Además, él es el profesor. ¿Cómo voy a saber yo más que él? Hay que escuchar a quien te enseña. Aprender de todos. Sobre todo de las madres. Cuando vivía con ella estaba mucho rato a su lado y la miraba. A veces, cuando no sé cómo hacer algo, pienso en mi madre. Y lo consigo.
Así, un día cualquiera, descubro que hay muchos maestros escondidos viviendo a nuestro lado. Aprendices humildes con corazón de niño. Soñadores incansables, perseverantes, en esta tierra prometida.