Madres - Alfa y Omega

Madres

Ucrania hoy está llena de madres con la mirada perdida, igual que la que vemos en la foto. Ojos que narran miedo y ausencias en medio de la angustia pastosa, densa e inerte de todas las guerras

Eva Fernández
Foto: Reuters / Alexander Ermochenko.

La última vez que acudieron al supermercado, en el carrito, en lugar de un hijo había aceite, leche, botellas de agua, carne para toda la semana y los ingredientes necesarios para preparar la tarta de manzana, el postre habitual del domingo. La última vez que comieron juntos hacían planes para el verano. Quizás por fin podrían viajar a Francia y conocer París, el destino siempre pendiente. Pero cuando el Ejército ruso entró en Mariúpol, les dio el tiempo justo para despedirse del padre, que se enroló en la guerra, y para meter en una maleta azul lo esencial que les permitiera huir y refugiarse de las bombas. Desde entonces el carrito de la compra se ha convertido en el vagón de supervivencia al que esta madre ucraniana se aferra cada día para intentar poner a salvo a sus dos hijos, alejándolos del frente. En esta fotografía, tomada en una calle de Mariúpol el pasado 19 de abril, el más pequeño, ajeno al horror y a la más que evidente preocupación de su madre, sonríe al fotógrafo imaginándose teletransportado en una máquina espacial pilotada por su supermadre. Porque todas las madres del mundo tienen superpoderes. Él lo comprobó en los subterráneos de los edificios donde se han estado escondiendo las últimas semanas. Cantaban una canción mágica y parecía que las bombas dejaban de escucharse, conseguían que se multiplicaran las galletas y que ellos siempre tuvieran comida y agua. Alguna vez le pareció que lloraban cuando creían que los niños estaban dormidos, y también cuando sonaba el teléfono y llegaban las noticias del marido o del hijo acribillado en la calle, que ninguna madre debería nunca recibir.

Ucrania hoy está llena de madres con la mirada perdida, igual que la que vemos en la foto. Ojos que narran miedo y ausencias en medio de la angustia pastosa, densa e inerte de todas las guerras. Madres con una determinación inquebrantable, porque ellas nunca se rinden si hay hijos delante. El próximo domingo España celebra el día de la madre. Uno de esos días oficiales que no hubiera sido necesario inventar, porque las madres se merecen un festejo todos los días, todas las horas, todos los ratos, más aún sabiendo que somos muy parcos en los agradecimientos, hasta que llega el momento en el que no podemos dárselos más.

Esta mamá de Mariúpol mantiene la barbilla alta mientras empuja el carro con la vida en una maleta azul y su hijo pequeño; tiene la mirada dura, la misma que hemos visto en tantas otras madres cruzando fronteras aferradas a sus hijos. La misma de las que sonríen con dulzura a su pequeño en la unidad de neonatos de un hospital o las ya ancianas que aferran la mano de su hijo con discapacidad, que a los 50 años sigue gritando por la noche. Madres guerreras sacando adelante a sus hijos toxicómanos, madres sin hijos dispuestas siempre a cuidar de los retoños de otros. Madres que siguen esperando esa llamada rápida de los sábados, madres que disculpan tantos olvidos. Madres que son medicina, muralla y hogar, el mejor manual de instrucciones para sortear una vida no siempre fácil.

En la Misa con la que el Papa Francisco inauguró el año en 2019 aseguraba que «un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no rico de futuro». Mirar a esta mujer de Mariúpol que tira del carro asegura el futuro de Ucrania, de Etiopía, de Venezuela, de la India y de cualquier rincón del planeta. Ese cordón umbilical al que se aferra el mundo tiene tan solo dos sílabas: ma-dre. ¡Gracias!