Cartas a mi madre es el grueso volumen con el epistolario de Sylvia Plath que acaba de reeditar Random House. También en España es destacable la labor editorial de Tres Hermanas, que ha publicado tres entregas de las cartas de la poeta estadounidense. Aurelia Schober Plath, su madre, es la editora del volumen arriba citado. Sylvia Plath murió con 31 años. Dejó 696 cartas a su familia, escritas entre 1950, año decisivo en su vida porque fue en el que inició su carrera universitaria, y 1963, año de su muerte. En esa época las conferencias telefónicas eran un lujo. Sylvia, de tanto escribir, rompió tres máquinas. En los sobres incluía algunos comentarios. Por ejemplo, en 1951, «leer despacio, con calma y buena luz».
«Cuando solo faltan cinco minutos para la medianoche, he decidido dedicarlos a escribir mi primera carta a mi persona favorita. Si la letra me sale torcida, solo se debe a que esta noche he bebido demasiada sidra», anunciaba en la primera. Ante un epistolario siempre surge el escrúpulo. Esas cartas no estaban dirigidas al gran público, sino a alguien en concreto, para leer en un rincón. Y quizá no tuvieron el esmero estético que ese autor podía poner en obras dirigidas a su publicación. Además, ¿de quién es la carta? ¿De quien escribe o de quien la recibe? Desde luego, el que la recibe es el propietario del soporte, pero esa carta es autoría del emisor.
Su madre fue una gran inspiración para Plath. Ella misma cuenta la buena relación que tuvieron, lo mucho que alentó su vocación literaria y que por escrito se decían cosas más cariñosas que de palabra (¿no nos pasa a todos?). Hay una carta especialmente luminosa. La envía en mayo de 1956. Sylvia ha conocido a Ted Hughes y meses después se casarán. Escribe a su madre: «Sin duda, pensarás que he perdido completamente la cabeza por escribirte tantas cartas, pero me encuentro en ese momento de la vida en que una muchacha quiere compartir toda su alegría y admiración por su hombre con quienes la comprenderán y se alegrarán».
Aurelia tenía la intención de entregar a su hija todas esas cartas. Ella intuía que le podrían servir para verse en otras épocas de su vida, y quizá supondrían material para escribir algún relato o alguna novela. La prematura y traumática muerte de Plath se lo impidió. Ahora el lector las recibe y, aunque no estaban destinadas a él, con pudor y admiración las puede disfrutar.