Escribía Italo Calvino en una de esas muchas definiciones que contiene el prólogo de su Por qué leer los clásicos algo así como que «los clásicos son aquellos libros de los cuales suele oírse decir: “Estoy releyendo” y nunca: “Estoy leyendo”». Y las series, como muchas otras cosas en la vida, padecen, cuando buenas, de esa misma maldición de la revisita, el revisionado o, sencillamente, de la vuelta a ver unos capítulos que, ya vistos y requetevistos, terminamos por identificar, fácilmente, número y temporada.
Estas líneas son buen resumen de todo lo que pienso cuando hablo de Mad Men a mis amigos. Les digo que Mad Men no es solo que sea un clásico, sino que es un clasicazo y ahora está disponible en Amazon Prime para el deleite o redeleite de cualquiera. Pero, también, que a pesar de ser serie integrante del canon de las que hay que ver, forma parte de esas otras que te reservas, un poco como quien guarda un tesoro, para sugerir a los amigos de verdad, a los que quieres y de los que sabes que tienen paladar fino en cuestiones cinematográficas y artísticas.
Mad Men es mucho más que esa elegante historia por fascículos que parece. Ha de ser vista como la epopeya moderna de un grupo de hombres y mujeres tratando ya no de vivir, sino de sobrevivir a aquellos intensísimos años 60. Es un drama escenificado sobre el Nueva York y los Estados Unidos reflejo de aquella época de consumo, diseño, llegada a la Luna, realidad de colores sobresaturados y televisores en blanco y negro. Y unos personajes que, orbitando todos ellos en torno al mundo de la publicidad, bailan al ritmo de los Rolling Stones o The Beatles. Mad Men es una retahíla de personajes en busca de la felicidad y el camino para unas biografías que se acercan peligrosamente al sinsentido y a la mundanidad. Como la vida misma.