Hay lugares lentos y lugares rápidos. Por ejemplo, al entrar en un McDonald’s sentimos la necesidad de movernos deprisa y de hablar más rápido. De comer con avidez. Ocurre lo mismo en un aeropuerto, en la tienda de ropa de un centro comercial, en la estación de tren o en el banco, cuando esperamos el turno. Son lugares donde nos convertimos en criaturas vertiginosas. Ideados para el consumo o la circulación de muchedumbres, nos vuelven reactivos. En otros lugares ocurre justamente lo contrario: el ritmo temporal se ralentiza y nos volvemos pausados. Parques públicos, patios recoletos con musgo, bibliotecas, templos o habitaciones sin trasiego, donde podemos estar a solas. Estos lugares lentos activan nuestra semilla contemplativa, mientras que los primeros, los rápidos, desatan nuestra avidez.
Pasa también con los objetos. El libro físico nos impone una lectura más calmosa que el digital. Con el libro físico uno disfruta del tacto de las páginas, de su sonido al doblarse. Porque las manos también leen, y todo el cuerpo. El agua en un vaso de plástico parece menos quieta que en uno de arcilla, donde adquiere una apariencia más contemplativa. La luz alógena, comparada con la llama de una vela, es inexpresiva. Las cosas artesanales, en fin, se me antojan más recogidas que las sintéticas. Tienen una presencia menos nerviosa.
Hay lugares lentos y lugares rápidos, y los rápidos son los que gozan de más prestigio en nuestro siglo. Muchas personas se han acostumbrado tanto a la velocidad que se sienten incómodas sin esa urgencia en la que viven inmersas, como un hámster en su rueda. Una alumna, recuerdo, se puso muy nerviosa al escuchar a Bach y se relajó en cuanto puso una canción de reguetón. Aunque sea paradójico, el ritmo electrónico producía en ella más bienestar que el sonido del piano. Con esta anécdota queda claro cómo todo acaba influyéndonos. Los lugares lentos, por este motivo, pueden modificar nuestra manera de ser y de estar, si los frecuentamos.
Se hace necesario buscar lugares lentos o crearlos. Ir al parque para recostarnos sobre la hierba. Entrar en una biblioteca o en una iglesia y sentarnos con los ojos cerrados. Permanecer en nuestra habitación, mirando por la ventana. De manera que vayamos familiarizándonos, poco a poco, con la velocidad de la poesía. Al final, haciendo de la lentitud una costumbre, tendremos calma dentro de nosotros con independencia del lugar donde estemos. Podremos cerrar los ojos en la sala de urgencias de un hospital, tomar consciencia de la respiración y sentirnos dentro de una cabaña escondida en el bosque. Seremos como esos ginkgos que hay plantados en la Gran Vía de Granada. En otoño, cuando amarillean, vuelven mágica la calle atestada de coches y turistas. Sin alterarse lo más mínimo por la velocidad que los rodea, parecen monjes del Himalaya.
No me conformo con buscar lugares lentos. Buscar lugares lentos es solo el principio. La lentitud debe traspasar las fronteras de nuestro rato contemplativo. Colonizar el resto de la jornada, más allá del incienso o el icono. Aspiro a respirar consciente mientras espero la hamburguesa en un McDonald’s abarrotado. En una discusión o en el atasco. Ser tan lento como una hoja otoñal en mis ocupaciones diarias, todas. Si Thomas Merton supo que Thich Naht Hanh Ha era un auténtico monje por el modo en que cerró la puerta era porque este había conseguido trasladar su oración a cada segundo de su existencia. Dicho de otro modo: había transformado cada segundo de su existencia en una oración.