Cada año, siempre que celebramos con la Iglesia y en la Iglesia la fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos, reconocemos y actualizamos dos verdades fundamentales que afectan al destino del hombre; ¡al futuro y al presente de nuestras vidas! ¿A dónde camina el hombre a través del tiempo y de la Historia? ¿Sólo y definitivamente a la muerte? ¿Su fin es la muerte, o la vida?: ¿una vida que vence a la muerte? Son preguntas que brotan de lo más íntimo de la experiencia de la fragilidad y de la debilidad del ser humano y de la toma de conciencia de su impotencia para determinar y dominar el devenir del tiempo y de sus circunstancias. ¡El hombre no es el señor primero y último de la Historia! Ninguno de nosotros ni es, ni se siente capaz de predecir y de asegurar su futuro. En la fiesta de Todos los Santos brilla la respuesta a esta pregunta radical: ¡la verdad de los santos! O, dicho de otro modo, la verdad de la santidad de Dios.
Sí, nuestros antepasados, los que nos han precedido en el signo de la fe, forman ya parte de la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos, que, siguiendo desde el principio al Hijo, el Cordero degollado, han ido iluminando el camino de su Iglesia en la peregrinación por este mundo, amparados por su Madre, la Virgen María, la Reina de todos los santos: apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, santos varones y santas mujeres, que la Iglesia ha ido canonizando a lo largo de los siglos. Hay otros muchos santos, ¡innumerables!, de los que no conocemos sus nombres. Poseemos la certeza de que también ellos participan de esa ciudadanía del cielo que vive de la alegría de saberse amados eternamente por Dios que es Amor: ¡que es el Amor! ¿Por qué a nuestros niños y adolescentes, en estos días de Todos los Santos, en vez de ofrecerles e imponerles, incluso pedagógicamente, experiencias tenebrosas y atemorizadoras de figuras y símbolos de poderes oscuros y ocultos, sembradores de miedo y de muerte, no les acercamos al horizonte esplendoroso del cielo en el que habitan los santos, los grandes amigos de Jesús, gozando de la gloria de Dios? Cada vez nos llegan más noticias de jóvenes que se suicidan. ¿Qué nos está sucediendo? ¿Por qué no mostrarles a los santos como modelos e intercesores para enfrentarse con la vida y las cruces que la acompañan?
La respuesta a los desafíos del presente se encuentra también en la verdad de los santos. El Concilio Vaticano II renovaba la permanente enseñanza de la Iglesia sobre la vocación del hombre sobre la tierra que no es otra que la vocación universal a la santidad. Cristo ha abierto el camino definitivo para reconocerla, recuperarla y vivirla. De nuevo, un año más, en el que las incertidumbres de cara al futuro de la sociedad y de la Humanidad se mezclan tantas veces con nuestras inseguridades personales y familiares, los santos nos invitan a mirar al cielo, a un cielo que se puede y debe ir preparando y anticipando en la tierra siguiendo el camino de la santidad.
Y ¿qué ocurre con los que aún siendo fieles, fieles difuntos, no obstante, en las opciones concretas de su vida la apertura interior y última a la verdad y al amor de Dios se ha empañado con nuevos compromisos con el mal, en los que hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la cual queda, sin embargo, la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma? Pues, como enseña genialmente el Papa Benedicto XVI, habrán de pasar por el purgatorio: por «el ser purificados mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador». Para con ellos -muchas veces se trata de nuestros seres más queridos-, nos queda una obligación de verdadera caridad cristiana: hacerles llegar nuestra oración.