Los que gastan suela allá donde van
José Naranjo y Javier Bauluz son ejemplo del periodismo que propone el Papa ante la Jornada de las Comunicaciones Sociales. Son de los que se mueven para contar realidades como la desnutrición en África o las migraciones
El fotoperiodista Javier Bauluz ya tenía un Premio Pulitzer cuando en 1996 empezó a cubrir el tema de las migraciones. Entonces, el Gobierno hablaba de «la impermeabilización de la frontera en Ceuta». Se preguntó a qué se referiría aquella palabra y consideró que la mejor manera de comprobarlo era viajar hasta allí: «Me encontré con que estábamos construyendo una valla. En aquel momento, la gente pasaba caminando. No había problemas y no moría nadie».
Ir y ver allí donde nadie va, desgastar las suelas de los zapatos, encontrar a las personas y narrar sus historias, sobre todo las de los más pobres, son ideas recogidas por el Papa en su mensaje para la 55 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (que se celebra el 16 de mayo), y que se cumplen tanto en el fotoperiodista asturiano como en tantos otros profesionales. Es el caso también de José Naranjo, cuyo inicio en el mundo del periodismo coincidió con la llegada de la primera patera a Canarias —es de allí—, lo que le llevó a interesarse por las personas que llegaban. Hoy vive en Dakar (Senegal), desde donde informa a España —es una de las pocas presencias periodísticas españolas en la zona— de lo que ocurre en África.
Los dos, que han sido finalistas del Premio Arrupe a los Derechos Humanos que otorga el Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones de la Universidad Pontificia Comillas —ganó Naranjo—, representan a los profesionales valientes y comprometidos de los que habla Francisco que, incluso asumiendo riesgos, dan cuenta, por ejemplo, de «las difíciles condiciones de las minorías perseguidas en varias partes del mundo; los innumerables abusos e injusticias contra los pobres; las muchas guerras olvidadas».
Bauluz debe su apuesta por el periodismo comprometido con los derechos humanos a sus padres. Su madre le enseñó a ponerse en el lugar del otro —iba todos los días a un poblado chabolista a seis minutos de la calle principal de Oviedo a echar una mano y él la acompañó alguna vez—, y su padre, a respetar la libertad propia y la ajena.
Su última cobertura tenía que durar doce días y ya acumula seis meses. Es el tiempo que lleva en Canarias. «Están sucediendo cosas que nunca habían pasado», explica a Alfa y Omega. Cita el muelle de Arguineguín, la falta de asistencia jurídica, la imposibilidad de solicitar asilo, el bloqueo de puertos y aeropuertos… No entiende la poca presencia de medios nacionales e internacionales, salvo en los peores momentos del citado muelle: «Se sigue con la rutina, más de cifras que de historias de personas. Y hay muchas historias que contar. Nosotros no hemos parado, trabajando una media de 15 horas diarias. Aparte de lo físico, lo que más desgasta es ver tanto dolor ajeno innecesario y continuado».
Su capacidad de empatía quizás tenga que ver con que él mismo fue «inmigrante ilegal» en Londres, donde fregaba platos y limpiaba baños en hoteles, o en Francia durante la vendimia. Fue en la capital de Reino Unido donde descubrió su vocación: «Hice fotos con una cámara prestada en una manifestación en Hyde Park durante la que cargó la Policía. Tras revelar las fotos, llamé a mi madre y le dije que ya sabía lo que quería hacer. Empecé a aprender fotografía y fotoperiodismo y a meterme en líos. No lo cambiaría por nada».
El potencial de contar África
El interés de José Naranjo por África fue el resultado de la necesidad de aportar contexto y entender los porqués de la migración. Fue y vino desde Canarias hasta 2011, cuando decidió establecerse en Senegal para que los medios españoles pudieran tener unos ojos allí: «Me parecía que había potencial. África es un continente importante y que ayuda a explicar el mundo».
Se fue con una mano delante y otra detrás. De hecho, los primeros años, hasta 2015, fueron muy duros. Trabajaba por piezas, intentando colocarlas en los medios y abriendo un espacio informativo que no estaba demasiado trabajado en nuestro país. De hecho, tuvo que irse a vivir a casa de una amiga porque no podía pagar el alquiler o hacer los traslados a Mali y Guinea-Bisáu en coche o en autobús: «Fue un ejercicio de reaprender a vivir con muy poco, con dudas y también con contradicciones. Tenía 40 años y me preguntaba qué estaba haciendo con mi vida».
Sin embargo, insistió, pues seguía convencido de que podía funcionar. Llegó la guerra de Mali, la crisis del ébola y las cosas comenzaron a mejorar a nivel profesional. De hecho, empezó a publicar periódicamente en el diario El País. Luego tuvo que abordar el avance del yihadismo y Boko Haram, el cambio de régimen en Gambia, la COVID-19… En total han sido 20 países, la mayoría en África occidental, en diez años.
—20 países y diez años. ¿Te ha marcado alguna historia?
—El momento en el que peor lo pasé fue en Níger, haciendo un reportaje sobre malnutrición. Estaba en un centro de recuperación nutricional y un bebé que estaba siendo reanimado falleció delante de nuestros ojos. He visto el dolor en la crisis del ébola, en la guerra de Mali… pero lo de aquel niño se me quedó grabado. Un niño es la inocencia absoluta y la falta de responsabilidad. Fue tremendo. Me hizo plantearme hasta qué punto nuestro trabajo se podía permitir el lujo de estar ahí viendo eso, y cuál debería ser nuestra actitud. Me preguntaba también para qué servía nuestra labor, porque al día siguiente iban a morir más niños.
La respuesta la podemos encontrar en el ya citado mensaje del Papa: «Sería una pérdida no solo para la información, sino para la sociedad y la democracia, si estas voces [periodistas, fotógrafos…] desaparecieran: un empobrecimiento para nuestra humanidad».