Los que escuchan la palabra de Dios - Alfa y Omega

Los que escuchan la palabra de Dios

Martes de la 25ª semana del tiempo ordinario / Lucas 8, 19-21

Carlos Pérez Laporta
Foto: Freepik.

Evangelio: Lucas 8, 19-21

En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él.

Entonces lo avisaron:

«Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte».

Él respondió diciéndoles:

«Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».

Comentario

«Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». ¡Qué dureza! La distancia que interpone Jesús con su madre en esta frase es estremecedora. Al escuchar esta nueva definición de la maternidad María dejaba de poder identificarse inmediatamente como madre de Jesús: ella ya no podía decirse la madre de Jesús solo por haberle concebido, por haberle gestado durante nueve meses en su vientre, ni por haberle criado. Todo aquello ya no era suficiente. La familiaridad con Jesús exigía algo más que la mera relación familiar.

Con todo, María estaba paradójicamente acostumbrada a estos sobresaltos. En la continuidad lineal de la vida familiar había habido siempre en la relación con Jesús algo misterioso, algo novedoso. En la familia de Jesús había algo que no era en sí familiar, que no pertenecía a la costumbre humana de María y José en la que había crecido. El misterio de su divinidad era un exceso permanente a la costumbre.

Y María había pasado toda la vida tratando de familiarizarse con ello, de amarlo como madre siguiéndolo como creyente. El misterio divino de la persona de su hijo abría una distancia entre ellos que invertía la relación materno-filial: su punto de partida se corregía, y era ella la que como madre obedecía, se sometía al acontecimiento de su hijo, porque su hijo era también su Dios. Así pasó en el momento de la anunciación. Así ocurrió también cuando lo perdió en el templo. Esto mismo sucedía ahora. Y volvería a pasar de manera desgarradora en la cruz. Pero ella experimentaba, curiosamente, que así se hacía más madre de su hijo, haciendo su voluntad. Ella atravesaba esa distancia que abría su hijo entre la carne y el espíritu mediante su fe: ella creía que aquel hombre era Dios, y siguiendo su voluntad estaba más cerca de Él de lo que lo había estado durante los nueve meses de embarazo.