«Los niños de Ucrania no podrán olvidar. Ellos lo entienden todo»
Los pequeños ucranianos de los años 30 y 40 quedaron marcados por la hambruna y transmitieron el trauma a sus hijos y a sus nietos. La historia corre el riesgo de repetirse
Aún recuerdo mi primera lección de Historia, aunque apenas tenía 5 años. Sentada en el último pupitre de un aula polvorienta, escuchaba atentamente a mi abuela. Ella, profesora, relataba el Holodomor, aquel genocidio perpetrado por el régimen soviético contra Ucrania. Una frase se incrustó en mi memoria: «La gente llegó a morder las mismas sillas en las que os sentáis», decía con emoción mientras los estudiantes, compungidos, observaban sus patas desgastadas.
En el hospital Ojmadyt, en Kiev, los médicos intentan ayudar a Milana, de 6 años. Antes de la invasión rusa de Ucrania vivía una vida común, con una familia amorosa compuesta por sus padres, su hermano Kostya de 9 años, abuelos y tíos. Comenzó la escuela con entusiasmo y mostró un amor especial por las matemáticas y el dibujo. Todo cambió cuando un misil impactó cerca de su hogar en Hostomel, región de Kiev. En un intento de refugiarse, la tragedia golpeó: un segundo misil impactó en la habitación donde se escondían, causando la pérdida de la madre de Milana, Diana, ante los ojos de sus hijos, y heridas graves a ellos. Tras el incidente la niña, sumida en el duelo, expresaba su dolor dibujando corazones y llorando al recordar a su madre. Su historia es un reflejo de las muchas vidas alteradas en el hospital Ojmadyt, donde cada paciente tiene una historia personal marcada por la guerra.
Para mi familia, Holodomor y la guerra no fueron capítulos de un libro sino tragedias que nos marcaron profundamente. Los eventos traumáticos de aquellos años se transformaron en leyendas familiares. «Cuando mis hermanos Stepan y Vasyl nacieron, mi padre conmemoró cada nacimiento plantando un árbol», narraba la abuela con nostalgia. En 1933, con 8 y 12 años, fueron enviados a la casa de su abuela. «La hambruna no dejó nada para comer». La anciana, «desesperada por salvar a sus nietos, les sugirió buscar refugio en la aldea de nuestros padres. Trágicamente, se perdieron en el camino. Stepan jamás fue encontrado. La dura realidad golpeó a mis padres cuando vieron su árbol marchitarse». Aquellos niños, inmersos en la crueldad de los años 30 y 40, acarrearon esos recuerdos el resto de sus vidas. Las secuelas se manifestaban en sus hábitos: atesoraban hasta la última miga de pan y mantenían conversaciones sobre cómo sobrevivir en un mundo donde la única condición era evitar la guerra. Fueron marcados como «los niños de la guerra», con miedos acumulados que eventualmente transmitieron a las generaciones futuras.
En diciembre de 2023, UNICEF reconoció como Foto del Año una conmovedora instantánea del fotógrafo polaco Patryck Jaracz. Muestra a tres niñas ucranianas en plena carrera a través de un campo, con el sombrío telón de fondo de explosiones y nubes de humo negro. La imagen, poderosa y evocadora, plantea un contraste desgarrador: la aparente inocencia y libertad de la infancia frente a la brutalidad y el caos de la guerra. Sin embargo, surge la pregunta: ¿Se mantiene realmente esa inocencia entre el estruendo y el horror? Y más aún, ¿cómo resonará esta nueva contienda en la memoria de estos jóvenes?
El oasis de una estación
Para muchos niños ucranianos, los recuerdos de la guerra probablemente empiecen con la estación de tren de Leópolis, convertida en un oasis de calma durante las primeras y caóticas horas de la invasión. Entre ellos Sasha, un niño de 7 años, abrazaba con extrema delicadeza a su osito Misha, protegiéndolo como su bien más preciado. Juntos habían sido evacuados de la región de Kiev. Con la inocencia propia de su edad, Sasha afirmaba a viva voz que ni él ni Misha habían sentido miedo, pues se refugiaron en el baño. Para él, el estruendo de las explosiones y la forzada aventura de su viaje representaban una gran epopeya. A pocos pasos, su abuela y madre, sumidas en el dolor, repetían entre lágrimas: «Toda nuestra vida trabajamos por esa casa, ahorramos cada centavo, y apenas la habíamos comprado. Ahora no nos queda nada». Katerina, psicóloga, explicaba que para muchas madres este trauma se mezcla con sentimientos de culpa por no poder proteger a sus hijos.
Estar en esa estación era especialmente difícil para los chicos con necesidades especiales, como los autistas, que sufrían estrés por el ruido constante, o los que tenían enfermedades crónicas. Una médica mostraba la foto de un niño diabético que pasó cinco días durmiendo en el baño, no recibió insulina a tiempo y llegó allí en estado crítico. En pocos días, esos pequeños tendrían un nuevo hogar en un país desconocido con nuevas reglas y nuevos amigos. Algunos se quejarían de que sus compañeros de clase no los aceptaban, imitaban cruelmente sonidos de sirenas o los llamaban «fascistas». Otros encontrarían un testimonio de bondad y compasión.
Elia, de 6 años, de Avdíivka (Donetsk), no podrá contar nada sobre la guerra. Hace un año, su pequeño corazón no pudo soportar la intensidad de los bombardeos y dejó de latir. Con su madre trabajando en el extranjero y su padre fallecido, Elia quedó al cuidado de sus abuelos, quienes rehusaron dejar la ciudad. Los últimos meses de su vida los pasó en sótanos, soportando una realidad que desafiaría la fortaleza de cualquier adulto. Aunque Avdíivka seguía siendo territorio ucraniano, estaba constantemente asediada por el fuego de artillería y la aviación rusa, hasta que las tropas de ocupación la tomaron hace pocos días. Los voluntarios, arriesgando sus vidas, le llevaban dulces y pasteles, intentando aportar algo de luz a su existencia sombría. En su última visita, capturada en un vídeo, Elia confesó su miedo. Después de la tragedia, la Policía local reprendió a los voluntarios y les prohibió repartir dulces, con la esperanza de que los adultos finalmente entendieran la necesidad de salvar a los niños.
A cientos de kilómetros de Leópolis, en el hospital Ojmadyt, en Kiev, los médicos trataban de ayudar a un tipo diferente de niños de la guerra. A sus heridas externas se sumaban las internas. Olga, psicóloga del centro, señalaba que los menores procesan la pérdida de seres queridos de maneras diversas. Los más pequeños pueden no entender completamente, mientras que los mayores a menudo se culpan o desearían haber sido ellos y no sus familiares los fallecidos. Ya están aprendiendo el dolor de la pérdida y las cicatrices invisibles que deja.
En pocos lugares esta trágica lección es tan dura como en el frente. En vísperas del segundo aniversario de la invasión a gran escala, la conquista rusa de Avdíivka acaba de recordarnos el caso de Elia, una niña de la zona fallecida, según los suyos, por la angustia que le causaban los disparos y bombardeos. Las autoridades intentan que se aleje a los menores de la línea de combate. Pero en ninguna parte es posible protegerlos completamente.
Dibujos para el frente
Incluso en internados, como en Dovbysh (Yitómir), donde no se oyen explosiones sino solo sirenas, los niños entienden qué es la guerra. Por la mañana recuerdan a los caídos, tejen redes de camuflaje y hacen dibujos para los combatientes. Siempre los encontramos en el frente y en los sótanos más oscuros; sirven a los soldados como un recordatorio de por qué están luchando. Como una postal de ilusión de una vida pacífica que en realidad ya no existe. Para algunos tienen un significado especial, porque en algún lugar sus hijos los están esperando en casa por segundo año. Balu, un comandante de unidad de drones, escucha un mensaje de voz de su hija de 8 años. La niña, muy seriamente, habla sobre cómo espera y cómo sueña con el día en que los rusos finalmente se den cuenta de que nadie los quiere en Ucrania y se vayan de «nuestra tierra».
Los niños del frente, los niños de Donetsk, son los que pueden contar más sobre esta guerra. Esos niños cuyos padres no pudieron dejar sus hogares incluso ante el temor de un peligro mortal, y a pesar de las súplicas de las autoridades y las persuasiones de los voluntarios. En el pueblo de Bogoyavlenka la primavera pasada conocimos a Kristina, que orgullosamente enumeraba los nombres de periodistas famosos que «vinieron a filmarme». Mientras los adultos se sobresaltaban con cada explosión, ella caminaba con confianza por el pueblo semidestruido y abrazaba a todos los gatos y perros locales. Daba entrevistas con gusto y explicaba que no tenía miedo y que cada vez que comenzaba el bombardeo lograba volver a casa. Su madre, Yulia, orgullosamente confirmaba que su pequeña hija es muy valiente. Agregaba que no querían irse del pueblo porque «nos hemos acostumbrado a la guerra».
Balu, en un momento de introspección, reflexiona sobre el perdón. Confiesa que cree imposible que «nuestra generación pueda aprender a convivir con los rusos». Expresa incluso sus dudas sobre los más jóvenes: «Me temo que los niños no podrán olvidar ni perdonar. Ellos lo entienden todo». Con el tiempo, es posible que los recuerdos más dolorosos de la guerra —el estruendo de las explosiones, los gélidos refugios, la angustiante espera por el regreso de los padres, la deportación desde territorios ocupados, las innumerables pérdidas, el miedo constante— se atenúen. Algunos podrían incluso olvidarse. Sin embargo, persiste la incertidumbre. ¿Podrán los nuevos niños de la guerra perdonar su infancia robada? La pregunta permanece abierta.