En Ayotzinapa, población del Estado de Guerrero, han desaparecido 43 jóvenes estudiantes de una Escuela Normal. Guerrero, famoso por la ciudad de Acapulco, es uno de los Estados más pobres de México y con un mayor índice de explotación sexual de menores. En este contexto, la Normal de Ayotzinapa era, con toda seguridad, la única vía de promoción para unos jóvenes que se preparaban para ser maestros rurales. De hecho, las Escuelas Normales fueron pensadas como instrumentos de transformación social, por lo que han sido históricamente instituciones sociales muy activas, aunque no necesariamente eficaces.
Los jóvenes desaparecidos formaban parte de un grupo amplio de alumnos entre los que, con toda seguridad, habría agitadores violentos, viejos conocidos de las autoridades. Lo que se sabe es que 43 de ellos fueron detenidos el día 26 de septiembre por policías municipales y entregados, según información de la Procuraduría General de la República, a miembros del grupo Guerreros Armados.
A día de hoy, hay policías detenidos, un alcalde prófugo, detenido junto a su mujer y acusado de ser el autor intelectual de los asesinatos, y dos dimisiones: la del Gobernador del Estado, defensor convencido de las autodefensas, y la del alcalde designado tras la desaparición de los jóvenes. La OEA y la ONU han urgido a México a que investigue los hechos, se ha creado una comisión especial en la Cámara de Diputados, que incluye a los padres de los desaparecidos, y la Presidencia de la República se ha implicado públicamente en el asunto.
Hasta aquí parece que la maquinaria estatal funciona, pero la impunidad que caracteriza al sistema judicial mexicano hace dudar de todo. Si los jóvenes de Ayotzinapa habían cometido delitos es algo que compete a las instancias judiciales, pero en un país en el que el poder político impone sus caprichos a los ciudadanos, la incomodidad se resolvió por las bravas.
La corrupción y la impunidad facilitan la comisión de injusticias como la de Ayotzinapa. Y lo peor es que, en México, la corrupción va de la mano del crimen organizado. No se trata sólo de hechos delictivos individuales, sino de estructuras corruptas que consagran el clientelismo, la estafa y el expolio a través de mecanismos institucionales aparentemente bien ensamblados. México es un país inmensamente rico en el que se despilfarra y se hace ostentación de la riqueza, mientras más de la mitad de la población vive socialmente excluida. Y la corrupción, que no es un problema cultural, es un multiplicador de exclusión.
México necesita líderes honestos, un pacto transversal entre las fuerzas políticas y el liderazgo público y valiente de una institución todavía relevante: la Iglesia católica. Lo que seguro no necesita México es que el cainismo provoque un vacío de poder que la izquierda y la derecha anhelan como perros de presa. Ojalá la República de México esté a la altura y las instituciones jurídico-políticas den un paso de gigante. Los mexicanos merecen vivir en paz, y los jóvenes de Ayotzinapa y sus familias merecen justicia.