Ya desde las primeras semanas de su pontificado, que comenzó en 1978, san Juan Pablo II se empeñó a fondo en la libertad religiosa. El 20 de noviembre recibió al cardenal Iósif Slipyi, cabeza de la Iglesia católica griega ucraniana, reprimida en su país bajo la dictadura militar y cultural de la aún fuerte y vigorosa URSS. Si recordamos que al mes siguiente, el 11 de diciembre, con motivo del trigésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; un mes después, con ocasión del mensaje de la Jornada Mundial por la Paz de 1979, o en su alocución al cuerpo diplomático del 12 de enero, donde Juan Pablo II defendió los derechos humanos y de los pueblos, incluido el derecho a la libertad religiosa, no es de extrañar que todo ello irritase a la Unión Soviética, en aquellos meses aún calculando los efectos geopolíticos de la elección de un Papa polaco y empeñada en investigar los hilos conspiratorios que habían llevado a un súbdito del Telón de Acero a la cabeza de la institución religiosa más importante del mundo.
Dos años después, en marzo de 1980, se celebró en Roma un Sínodo de obispos católicos ucranianos, con la dificultad de fondo de defender su libertad religiosa sin herir más las difíciles relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa, la más numerosa e importante, en connivencia con el Estado soviético. La elección de Miroslav Iván Lubachivski como obispo coadjutor del anciano cardenal Slipyj por parte del Papa, sirvió para garantizar la supervivencia de la Iglesia católica griega –con su rito grecocatólico– en Ucrania.
La Iglesia ucraniana volvió a estar en los desvelos del Papa en 1988, cuando el 25 de enero publicó la carta apostólica Euntes in mundum para conmemorar los 1.000 años de cristianismo entre los eslavos orientales. Y el 14 de febrero envió un mensaje a los católicos ucranianos, Magnum baptismi domus, en el que elogió a la fidelidad del catolicismo griego bajo la persecución. El contexto delicado de estas dos cartas fue que el patriarca Pimen de Moscú había dejado bien claro que el Papa no sería bien recibido en los actos conmemorativos, empeñado en mantener el mensaje de que la Iglesia católica griega ucraniana directamente «no existía».
El mapa político de Europa y del mundo cambiaron en 1989 con la caída del Muro de Berlín, iniciándose el acelerado proceso de la caída del Telón de Acero. En el discurso a los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede, el 13 de enero de 1990, Juan Pablo II atribuyó como causa de la caída del muro al «anhelo irresistible de libertad». Y en las audiencias generales de los primeros meses de 1990 hizo referencias indirectas a las causas de lo ocurrido con expresiones como la capacidad de «discrepar con nobleza». Surgieron escenarios nuevos para la vida de las iglesias en los países del este que, entre otras cosas, propiciaron la conferencia de católicos romanos y ortodoxos rusos celebrada en Moscú del 12 al 17 de enero de 1990, en la que Juan Pablo II terminó por aceptar, con algunas correcciones sobre la historia de la Iglesia grecocatólica, el resultado de unos acuerdos que, aunque no satisfacían a la mayoría los grecocatólicos ucranianos, al final suponían el reconocimiento de la URSS de la Iglesia ucraniana, que Gorbachov había hecho depender del resultado de esos acuerdos.
Al año siguiente, del 1 al 9 de junio de 1991, el Papa realizó su cuarta visita pastoral a Polonia. En Przemysl no consiguió reconciliar a los polacos grecocatólicos de origen ucraniano y a los católicos polacos de rito latino, estos últimos molestos por haber nombrado obispo de la diócesis a un grecocatólico, y los primeros porque el nuevo obispo dependiese del primado de Polonia y no del de Ucrania. Como siempre, los esfuerzos por la comunión requieren de todos los implicados abnegación y cesión.
El 12 de noviembre de 1995 publicó la carta apostólica con ocasión del cuarto centenario de la Unión de Brest, con la que los católicos griegos ucranianos habían declarado su comunión completa con Roma. En la carta el Papa no solo volvió su mirada a ese gran gesto de comunión histórico, sino que lo proyectó hacía el futuro: la Iglesia ucraniana podría ofrecer el sacrificio martirial de su fidelidad por un nuevo diálogo ecuménico, a favor de la comunión en una misma Iglesia de todas las confesiones cristianas del este de Europa.
Fue en junio de 2001 cuando el anciano Papa se encontró con los ucranianos en una visita apostólica para beatificar a varios testigos de la fe de la Iglesia ucraniana. Uno de ellos fue el arzobispo José Bilczewski, que en la Primera Guerra Mundial se presentó como el icono vivo del Buen Pastor, y de Segismundo Gorazdowski, joven sacerdote que, olvidándose del grave peligro de contagio, visitaba a los enfermos de Wojnilow y amortajaba los cuerpos de los muertos por cólera. Al día siguiente, y en el mismo lugar, los nuevos beatificados fueron de la Iglesia grecocatólica ucraniana, y se desarrolló bajo el rito bizantino-ucraniano. El Papa beatificó a Mykola Carneckyj y 24 compañeros mártires, así como a los mártires Teodoro Romaza y Emiliano Kovc, y la sierva de Dios Josefata Micaela Hordashevska, víctimas de la persecución religiosa tanto de los nazis como de los comunistas. «El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe indica el camino de la unidad a los cristianos del siglo XXI», dijo.
No tengo dudas de que en las cancillerías europeas habrá resonado estos días, aunque nadie se atreva a recordarlo expresamente, el incansable llamamiento del Papa polaco a la unidad de un continente que respira, como le gustaba decir, con dos pulmones, el del este y el del oeste.